lunes, 8 de junio de 2015

Un dinosaurio en San Marcos

Fragmento

Faculta de Economía vista desde Ciencias Sociales
Largas filas de estudiantes, cuatro tanquetas y varias cuadrillas de militares habían sido durante mucho tiempo su último recuerdo de San Marcos. Tantos años después, en un universo ajeno, Julio camina como si fuera un alma en pena que estuviera recorriendo sus pasos. Mentalmente había recorrido esos mismos lugares innumerables veces. Respira el aire húmedo que suele haber en la Ciudad Universitaria. Los alumnos caminan apurados enfrente de él. Chiquillos risueños que podrían ser sus hijos. Detiene su mirada en la explanada de Derecho. Muchos autos estacionados, camionetas de doble cabina, vehículos modernos. Cuando lo detuvieron en ese mismo sitio todo era distinto. Apenas había un viejo auto amarillo estacionado.
Desorientado, le resulta difícil adecuarse a esa nueva faceta de San Marcos.
Avanza por la acera hasta que ve la Facultad de Ciencias Sociales. Distintas imágenes vienen a su mente al verla después de tanto tiempo. Estaba mirando hacia los jardines de la facultad, quizá hacia la facultad de Economía, cuando se le acercaron el Maestro Marx y Oswaldo. Julio Yupanqui retrocedió un paso para saludarlos. Oswaldo también era de la base noventa, pero a diferencia de Julio, quien era de la escuela de Historia, aquel había ingresado a Antropología. Se conocían de saludo, hola compañero, chau compañero. No eran demasiado íntimos. Al Maestro Marx nunca le había hablado, solo lo conocía porque en una clase intervino durante cerca de diez minutos durante los cuales citó cada cinco segundos al «maestro Marx», razón por la cual desde ese día se le conoció con aquel mote. Nadie se lo decía directamente, nunca más lo vieron en las clases, pero paseaba por ahí y los alumnos comentaban que ahí estaba el Maestro Marx, sin que él mismo supiera que así le decían.
—Compañero —Oswaldo dio un paso adelante y le tendió la mano invitándolo a cruzar un apretón de manos—. ¿Por qué tan silencioso? ¿En qué piensa, compañero?
El Maestro Marx no se acercó. Se ubicó al lado de Oswaldo, apoyó los codos en la baranda y se dedicó a mirar hacia otro lado, como si con él no fuera la cosa.
—En nada, compañero —Julio se cruzó de brazos—, estoy esperando la hora de la cena para ir a Cangallo en el burro.
—Compañero, tenía una pregunta —Oswaldo se enserió—. ¿Cuál es su línea?
Julio Yupanqui se sumió en un silencio de desconcierto. Se preguntó para sus adentros qué era eso de la línea.
—¿Mi línea?
—Sí, compañero, su línea.
Algo impaciente el Maestro Marx se incorporó a la conversación, su voz era ronca, y tenía un acento que Julio no pudo identificar. El Maestro Marx le dijo que lo habían escuchado hablar en las clases. Era claro que Julio tenía una idea clara respecto de la realidad nacional. Oswaldo comentó que quizá la había aprendido en la academia preuniversitaria, eso no importaba mucho, lo que querían saber era cuál línea seguía. Su línea ideológica, compañero, agregó el Maestro Marx.
Julio les contó que él se preparó en su casa para el examen de admisión. No entró a academia alguna, pero había conocido un poco de la realidad nacional, los derechos de los trabajadores y la explotación, hablando con su tío Ricardo. Había sido hacia 1980, cuando el tío había entrado a trabajar en El Diario de Marka. No era periodista, pero su partido, Trinchera Roja, lo había asignado a hacer las veces de fotógrafo, cosa que se apuró a hacer. Entonces Julio, que aún era muy pequeño, había salido a pasear con el tío.
—Tío —Julio dejó de asomarse por la ventana del ómnibus que lo llevaba al Centro de Lima—, ¿por qué en estos barrios pitucos vive puro gringo?
En verdad había querido preguntarle al tío por qué los tipos de cabello claro y piel blanca eran pitucos y los cholos, como ellos, gente pobre. Quería saber si era posible que ellos, los gringos, tuvieran mayor capacidad mental, si acaso ellos eran inferiores, pero no se atrevió a formular su interrogante.
—Sobrino —dijo el tío poniéndole una mano sobre el hombro y hablándole en voz baja como para que nadie más oyera—. Ese es el resultado de la explotación, de siglos de prejuicio. ¿Recuerdas todo lo que te han enseñado en el colegio sobre la Independencia, los héroes y todo eso?
—Sí, claro, tío —Julio respondió apurado—, lo recuerdo.
—Ya, sobrino —el tío señaló hacia afuera—, todo eso no es sino una mentira. La verdad es que este país lo hicieron los españoles americanos, los gringos que tú dices. Nosotros, los hijos de los incas, nunca participamos, siempre nos excluyeron, ellos se repartieron el dinero. Prueba de eso es que luego de la Independencia todavía seguía pagándose el tributo indígena, maquillado con el nombre de Contribuciones Indígenas, el movimiento proletario lucha por reivindicarnos. Por eso soy izquierdista.
Julio meditó unos instantes. A ciencia cierta esa era su única línea.
—¿Compañero, no le gustaría venir a un grupo de estudios que tenemos? —el Maestro Marx hablaba con firmeza—. Vamos a presentar unas obras de teatro, teatro del pueblo y para el pueblo.
El tío Ricardo añadió que otra de las mentiras que se enseñaban en las escuelas era que los hombres del pueblo eran temerosos, tontos y traicioneros y que tan poco inteligentes eran, que Pizarro, con un grupito de españoles, había destruido a todo un imperio de indios asustadizos sin su inca.
—Hasta dicen, sobrino —el tío movió la cabeza de un lado a otro en señal de negación—, que Atahualpa era el único alto. Cuando yo estaba en la academia, preparándome para San Marcos, aprendí que eso era mentira. Ese fue un invento de los españoles. Para justificar sus robos. Decían que muerto el inca la gente no sabía qué hacer. Éramos brutos, pues y ellos debían tomarnos a su cargo. ¿No has visto los ejemplos que ponen en los libros del colegio como aportes de la conquista? 
Julio repasó en su mente los ejemplos que ponían los libros escolares: el idioma, la escritura, la religión, la rueda. El tío le dijo que el mundo prehispánico había funcionado bien sin esas cosas y entonces él no entendía cuál era el bendito aporte.
—Los incas eran socialistas, sobrino —el tío asintió—, socialismo agrícola, pero socialismo, por eso no había pobres en el imperio, y por eso los españoles y oligarcas nos han mentido diciendo que éramos inútiles sin ellos.
     
—Claro, compañeros —Julio sonrió— me encantaría asistir. Díganme dónde será la función e iré.
—Será mañana a las seis de la tarde en el auditorio de Letras, es el aula Uno A —el Maestro Marx le mostró la palma de la mano en señal de despedida—. Trate de llegar temprano, compañero. Contamos con su presencia.
—Allí estaré —Julio se despidió de ellos y caminó en dirección al estadio.
¿Quiénes eran ellos?, ¿sobre qué terreno estaba caminando? Julio dio una vuelta por los alrededores del estadio caminando lentamente. Había viento y empezaba a hacer frío. Miró las parejas sobre las bancas y a un grupo de estudiantes que jugaba fútbol en la cancha. Avanzó con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. El morral artesanal colgado del hombro derecho. A su mente vino una frase que había leído en algún lugar. «Las masas hacen la historia». ¿Qué quería decir aquello? ¿Acaso tenía miedo?
Dio una vuelta más, se dirigió a la puerta de la avenida Venezuela y tomó un ómnibus que lo llevó a su casa.


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La fotografía es cortesía de esta página: San Marcos en los 80. Ahí mismo figuran los créditos del fotógrafo