XX
La primera persona con la que Sebastián habló ese primer día matrícula fue el Matador. «¿Ese
chibolo que me habló eras tú?», le diría algún tiempo después el Matador. «Manya, cuñao, franco
que yo a todos los pelados los veía igual de huevones. Ta que lo único que me
acuerdo bien es que parecía que había buenas germitas por ahí. Oe, alucina cómo es la vida, carajo, ahora todas
esas cojudas están gordas, desbordadas, hasta su mano. Nosotros, en cambio…
¿Manyas? Nosotros tamos como nuevos, cuñao». Sebastián aquella vez había estado
caminando por entre los alumnos. Creía reconocer a los nuevos por la cabeza
rapada, la cara de asustados y los gorritos con nombres de academias
preuniversitarias. En un momento se había detenido al ver a ese personaje
vestido con ropas multicolores, estaba sentado en un murete, relajado. Como no estaba rapado supuso que se trataba de
un alumno antiguo. Le pareció asequible y se le acercó, no estaba seguro por
qué.
—Disculpa —dijo Sebastián mientras se quitaba el gorrito de la cabeza—
¿Sabes dónde es la Oficina
de Matrícula?
—Cuñao —dijo el Matador, levantó la cara y lanzó una mirada hacia
el conjunto de personas—, no sé dónde es esa nota, pero, uhmmm… mira, hay muy
buenas germitas por aquí.
Antes de escuchar esa respuesta él ya había empezado a sentirse
como aquella lejana vez en que su madre lo vistió con un guardapolvo gris que tenía
su nombre bordado, lo llevó al colegio y se marchó
dejándolo allí parado en medio de unos niños desconocidos que lloraban o se
miraban entre sí como bichos raros. Entonces se sintió solo en el mundo, solo y
abandonado.
—Con tanta falda suelta, en un par de semanas vamos a estar
matando como locos— dijo el Matador, usando esa terminología que luego lo haría
popular.
—¿Eres alumno antiguo o ingresante? —preguntó Sebastián.
—Ingresante, pues, cuñao —respondió el Matador muy tranquilo—. Cachimbo
hasta que entren otros huevones, hasta que me boten o hasta que me vaya por mi
propio pie de esta facultad de mierda.
—Sebastián Marcos— dijo él tendiendo la mano.
—¿Martos? —había interrogado su interlocutor, muy emocionado—
¿Eres familia del poeta?
—No, soy Marcos, con ce
de casa —respondió él—, como la universidad.
Le había dado algo de tranquilidad ver a alguien tan despreocupado
como el Matador. A partir de ese instante empezaron a hacerse amigos. Muy
pronto el Matador se hizo conocido, resaltaba entre los ingresantes por su
forma de ser desinhibida y su espontaneidad. Pronto se hizo de amigos por todos
lados. Entonces se paseaba por los salones rodeado de gente, bromeando con las
chicas que se disputaban sus afectos y
bromeando también con sus seguidores masculinos.
—¿Problemas con la novia? —dice el vendedor de flores.
—No es la novia —responde el profesor—, ya no lo es, al menos.
Debiste decirle al vendedor que esa no era la novia de nadie, que
no era sino una pobre puta que habías conocido en un burdel de mala muerte, una
puta de mierda que huye de su verdad.
—Cómprele una flor, sígala a su casa.
—¿Que la siga?
—Sí, eso les gusta, varón. Flores, dulces esos detalles. Si hace
eso, está un paso adelante, varón. Como dice Óscar de León, sáquela, llévela al cine, cómprele un ramo
de rosas… Aproveche que están baratas.
El profesor mira a los ojos al vendedor. El tipo sonríe mientras
le ofrece una rosa roja envuelta en papel celofán.
—¿Cuánto cuestan?
—Menos que perder al amor de su vida. Solo dos soles cada una.
—Dame una, que para luego es tarde.
—Dígale un poemita de estos, o déle la tarjetita.
El vendedor le entrega una tarjeta que el profesor guarda en el
bolsillo de la camisa. Con la flor en la mano empieza a caminar hacia el
paradero. Mientras camina empieza a sonreír.
Sería cómico que te detuvieras y gritaras aquí, en medio de tanta
gente, como si esto fuera el viejo estadio de San Marcos donde el eco te respondía: Puuuuuuuu taaaaaaaaa…
puuu taaaaa, uuu taaaaa, utaaaaa, taaaaa.
Fue esa noche en León dormido, creo. Claro, fue allí. Alejandra,
querida Alejandra, tú me habías invitado a la playa. Recuerdo que ese maldito
día me lo había pasado andando de aquí para allá y de allá para acá. Ni una
puerta se abría para mí. Al final del día ya no aguantaba ese disfraz de secretaria
barata. Quería tirar toda esa mentira, ese currículum raquítico, los zapatos de
taco alto y la ropa de mierda al suelo, quería salir a fumarme una buena pitada
de hierba y acabar con todo. Las cosas se van acomodando para quedarse en la
piel como espinas que no se dejan sacar con las uñas y que siempre están ahí, aguijoneándonos
para recordarnos que aunque nos creamos muy fuertes, siempre tenemos a la misma
sonsa debajo de la piel, lista para sentir el dolor. Eso ya pasó, ¿por qué me
preocupa? ¿Acaso yo les pedí nacer? ¿Acaso en algún momento les prometí que iba
a ser una mujer de éxito? Aún no me puedo olvidar de la cara de asco con que me
miró esa vieja de mierda, toda estirada ella: Mira chiquita, si no tienes referencias, mejor ni pierdas tu tiempo,
además, cómprate ropa nueva, que así nadie te va a dar un trabajo, me dijo.
Y yo ahí, sonsa tragándome las lágrimas y las ganas de mandarla a la mierda. Si
la viera ahora le enseñaría unas fotos de su marido calato en el telo con la
pinguita parada. Pero en esa época yo era cojuda, y en el mundo no sirve serlo.
Menos mal que me llamaste esa noche, Alejandra, y que me dijiste para salir con
los chicos en el carro de Esteban. ¿Dónde estarás, Alejandra? Discúlpame por
abandonarte, por salir así de la casa, por no haber dicho que no todo era tu
culpa y asumir mi responsabilidad. No me habrías dejado ir a la cárcel, ¿verdad?
Te echaste la culpa tú sola, les dijiste que Esteban te había metido en eso sin
que nadie más supiera. ¿Quién está peor ahora? ¿Tú presa o yo en el burdel de
Silvia? Ya nada fue igual luego de que el empresario de mierda la cagara toda
cuando le contó a su mujer y a la policía que lo extorsionábamos. Eso le pasaba
por putañero, pobre huevón. Se creía bien hombre en la cama y luego lloraba
como una niña. Vas a destruir mi familia,
me dijo llorando y yo, que no se hiciera el pendejo, que buscando chibolas ya
él estaba destruyendo a su familia. Nos miraba con odio, principalmente a ti,
que decía que lo habías seducido. Yo creo que si Esteban no tenía la grifa en
el cuarto igual te sembraban, porque el tipo te odiaba. Te odiaba y tenía
billete. Debió de haber metido plata para que te cagaran los tombos. Y cuando
me enteré, Alejandra, yo no sabía qué hacer. Pero esa otra noche cansada,
desilusionada y sin trabajo me hubiera quedado caminando toda la noche, me
hubiera escapado hacia algún lugar, pero no, la gente como yo nunca se puede
salir de su camino y termina cayendo en el hoyo sin chistar. Pero tú me
cuidaste, Alejandra, y yo nunca fui a buscarte a la cárcel. Estaba asustada. Lo
comprendes, ¿no? ¿Qué tanta diferencia hay entre Silvia y esa vieja que me hizo
gestos de desprecio? ¿Qué diferencia hay entre el empresario corrupto y nosotras?
¿Qué diferencia hay entre tú, Alejandra, y yo? Ninguna, todos somos una mierda.
La más íntegra eres tú, prima, que pusiste el pecho por mí y te tragaste todo
eso sola. Hubiéramos seguido montando bicicleta en el Parque de la Reserva , Alejandra,
hubiéramos seguido yendo a ese acuario con forma de ballena al que íbamos de
niñas para comer papas fritas y sorprendernos de esos peces extraños y
feos. No hubiéramos crecido tanto, Alejandra,
no hubiéramos jugado con el sexo. ¿Tu
amiga es muda?, dijo ese gordo cochino antes de agarrarme por la cintura y
Silvia ahí que me sujetaba de la mano. Sabía que me quería escapar ¿A cuántas
chicas habrá iniciado ahí en el negocio? La última es la charapita. ¿Qué quieres hacer, cojuda? ¿Te quieres ir? Ya
te dije que voy a ser como tu madre aquí. Deja que el huevón te invite unas
chelas, así te das valor, lo haces que gaste más, le conversas para que gaste.
¿Viste? Ya lo tienes loquito al gordo ese. Si la cagas ahora, te saco la puta
madre. Y yo que solo quería cerrar los ojos y que ya estuviera amaneciendo.
Y mientras me tomaba la cerveza esa, me preguntaba cómo mierda había llegado
hasta allí. Eso no era como jugar con los empresarios y mucho más lejano me
parecía el tiempo de la inocencia cuando mamá me arreglaba para actuar en el
colegio, y años después, sin darme cuenta cómo ya me arreglaba sola para salir
a bailar con mis amigos de la universidad, y luego para tirar en la playa con
Rodolfo, ahí a escondidas, mientras tú, Alejandra, tirabas con Esteban y todos nos
emborrachábamos en la carpa. Y mientras esperaba el amanecer recordaba aquella
vez que el viento se llevó la marihuana de Rodolfo, quien quería armar un vate
en medio de la tempestad. Rodolfo también se escapó. ¿Sabes Alejandra? Rodolfo
me llamó desde algún sitio. Estoy lejos,
me dijo. Es mejor que no volvamos a
vernos por un tiempo. Por lo que más quieras, Sandra, no vuelvas a esa casa,
me dijo. Ese día enterré a Sandra y me hice Adriana. ¿Qué dirás, Alejandra, el
día que me veas y sepas que ahora soy Adriana? ¿Sentirás asco de mí? Pensar que
a veces nos íbamos juntas a las fiestas de tu universidad. Yo te buscaba en
Surco y apenas te timbraba, pasabas con Esteban y Rodolfo. Sí, Alejandra, a lo
mejor sientas asco, pero yo te contaré lo que me pasó. Te diré cuán sola quedé
sin Esteban, sin Rodolfo y sin ti. No podía conseguir ni siquiera para las
drogas. Chúpamela, perra, dijo el
gordo. Y en segundos todo, todo era oler la grasa que emanaban esos cuerpos
inmundos, pestilencia mezclada con otros hedores, recordar lo que decía Silvia,
cerrar los ojos e irse a la mierda. Vomita
porque la tengo muy larga la voz del gordo resonaba riéndose a carcajadas.
Ya luego una se va acostumbrando a olvidarse de todo, Alejandra, una llega a
aprender de las otras chicas, dejar que se la metan y esperar que terminen
rápido. Si te mueves bastante y los dejas
que se vengan al toque es mejor y encima los cojudos salen contentos, me
había dicho Silvia. Al día siguiente no había querido comer nada, como si todo
parecía recordarme la noche anterior. Así
es, me había dicho Silvia. Te vas a
ir acostumbrando. solo es cosa de un rato, tómalo como un juego. decía
Silvia. Solo éramos él y yo, y la verdad no importaba quién era él. Ya luego
empecé a escoger clientes fijos Es mejor
así, me había dicho a su vez La
Chalaca. ¿Eres del Callao? Le pregunté y ella me
respondió que era La Chalaca porque
pateaba boca arriba. Ya me trataban bien, y un día llega este solitario,
silencioso, no quería hablar ni nada. Daniel
apenas dijo, si se llamará así. Ahí todos mienten, Alejandra. ¿ves? Ahí me
tienes a mí que soy Adriana. Adriana como la chica esa del colegio, ¿la
recuerdas, Alejandra?, ¿recordarás a esa chancona? Me pareció el mejor castigo
para su sobonería con los profesores. La hice puta, sí, Alejandra, te vas a
cagar de la risa como antes, cuando te cuente... Adriana Malatesta, ese nombre de
batalla uso. Eso te daría risa, Alejandra, me vengué de ella, la hice puta”.
El profesor cruza la Avenida Universitaria
al trote. Se detiene unos instantes en la berma central. Al emprender la marcha
de nuevo, lanza la flor al piso. Luego sigue caminando hasta voltear la
esquina.
Más barato que perder por completo lo que aún me queda de
autoestima y dignidad, si es que algo me queda.
Es una cojudez, una reverenda huevada. Tú eres fuerte ¿Por qué has
huido así?, ¿Tan solo porque te ha reconocido? A lo mejor el cojudo te iba a
invitar un trago o un helado. Tal vez hubiera bastado con negarlo todo y seguir
muy tranquila. A veces eres medio cojuda. Aún me haces falta Alejandra.
—Bajo en la esquina —dice.
El cobrador la mira a
los ojos como escudriñándola. Ella le devuelve la mirada.
—¡Esquina baja! —grita el cobrador, el carro atenúa su marcha
hasta detenerse para que ella baje.