lunes, 24 de junio de 2013

Con Nombre de Batalla - Fragmento de Novela

XX


La primera persona con la que Sebastián habló ese primer día  matrícula fue el Matador. «¿Ese chibolo que me habló eras tú?», le diría algún tiempo después el Matador. «Manya, cuñao, franco que yo a todos los pelados los veía igual de huevones. Ta que lo único que me acuerdo bien es que parecía que había buenas germitas por ahí. Oe, alucina cómo es la vida, carajo, ahora todas esas cojudas están gordas, desbordadas, hasta su mano. Nosotros, en cambio… ¿Manyas? Nosotros tamos como nuevos, cuñao». Sebastián aquella vez había estado caminando por entre los alumnos. Creía reconocer a los nuevos por la cabeza rapada, la cara de asustados y los gorritos con nombres de academias preuniversitarias. En un momento se había detenido al ver a ese personaje vestido con ropas multicolores, estaba sentado en un murete, relajado. Como no estaba rapado supuso que se trataba de un alumno antiguo. Le pareció asequible y se le acercó, no estaba seguro por qué.
—Disculpa —dijo Sebastián mientras se quitaba el gorrito de la cabeza— ¿Sabes dónde es la Oficina de Matrícula?
—Cuñao —dijo el Matador, levantó la cara y lanzó una mirada hacia el conjunto de personas—, no sé dónde es esa nota, pero, uhmmm… mira, hay muy buenas germitas por aquí.
Antes de escuchar esa respuesta él ya había empezado a sentirse como aquella lejana vez en que su madre lo vistió con un guardapolvo gris que tenía su nombre bordado, lo llevó al colegio y se marchó dejándolo allí parado en medio de unos niños desconocidos que lloraban o se miraban entre sí como bichos raros. Entonces se sintió solo en el mundo, solo y abandonado.
—Con tanta falda suelta, en un par de semanas vamos a estar matando como locos— dijo el Matador, usando esa terminología que luego lo haría popular.
—¿Eres alumno antiguo o ingresante? —preguntó Sebastián.
—Ingresante, pues, cuñao —respondió el Matador muy tranquilo—. Cachimbo hasta que entren otros huevones, hasta que me boten o hasta que me vaya por mi propio pie de esta facultad de mierda.
—Sebastián Marcos— dijo él tendiendo la mano.
—¿Martos? —había interrogado su interlocutor, muy emocionado— ¿Eres familia del poeta?
—No, soy Marcos, con ce de casa —respondió él—, como la universidad.
Le había dado algo de tranquilidad ver a alguien tan despreocupado como el Matador. A partir de ese instante empezaron a hacerse amigos. Muy pronto el Matador se hizo conocido, resaltaba entre los ingresantes por su forma de ser desinhibida y su espontaneidad. Pronto se hizo de amigos por todos lados. Entonces se paseaba por los salones rodeado de gente, bromeando con las chicas que se disputaban sus afectos y  bromeando también con sus seguidores masculinos.

—¿Problemas con la novia? —dice el vendedor de flores.
—No es la novia —responde el profesor—, ya no lo es, al menos.
Debiste decirle al vendedor que esa no era la novia de nadie, que no era sino una pobre puta que habías conocido en un burdel de mala muerte, una puta de mierda que huye de su verdad.
—Cómprele una flor, sígala a su casa.
—¿Que la siga?
—Sí, eso les gusta, varón. Flores, dulces esos detalles. Si hace eso, está un paso adelante, varón. Como dice Óscar de León, sáquela, llévela al cine, cómprele un ramo de rosas… Aproveche que están baratas.
El profesor mira a los ojos al vendedor. El tipo sonríe mientras le ofrece una rosa roja envuelta en papel celofán.
—¿Cuánto cuestan?
—Menos que perder al amor de su vida. Solo dos soles cada una.
—Dame una, que para luego es tarde.
—Dígale un poemita de estos, o déle la tarjetita.
El vendedor le entrega una tarjeta que el profesor guarda en el bolsillo de la camisa. Con la flor en la mano empieza a caminar hacia el paradero. Mientras camina empieza a sonreír.
Sería cómico que te detuvieras y gritaras aquí, en medio de tanta gente, como si esto fuera el viejo estadio de San Marcos donde el eco te respondía: Puuuuuuuu taaaaaaaaa… puuu taaaaa, uuu taaaaa, utaaaaa, taaaaa.

Fue esa noche en León dormido, creo. Claro, fue allí. Alejandra, querida Alejandra, tú me habías invitado a la playa. Recuerdo que ese maldito día me lo había pasado andando de aquí para allá y de allá para acá. Ni una puerta se abría para mí. Al final del día ya no aguantaba ese disfraz de secretaria barata. Quería tirar toda esa mentira, ese currículum raquítico, los zapatos de taco alto y la ropa de mierda al suelo, quería salir a fumarme una buena pitada de hierba y acabar con todo. Las cosas se van acomodando para quedarse en la piel como espinas que no se dejan sacar con las uñas y que siempre están ahí, aguijoneándonos para recordarnos que aunque nos creamos muy fuertes, siempre tenemos a la misma sonsa debajo de la piel, lista para sentir el dolor. Eso ya pasó, ¿por qué me preocupa? ¿Acaso yo les pedí nacer? ¿Acaso en algún momento les prometí que iba a ser una mujer de éxito? Aún no me puedo olvidar de la cara de asco con que me miró esa vieja de mierda, toda estirada ella: Mira chiquita, si no tienes referencias, mejor ni pierdas tu tiempo, además, cómprate ropa nueva, que así nadie te va a dar un trabajo, me dijo. Y yo ahí, sonsa tragándome las lágrimas y las ganas de mandarla a la mierda. Si la viera ahora le enseñaría unas fotos de su marido calato en el telo con la pinguita parada. Pero en esa época yo era cojuda, y en el mundo no sirve serlo. Menos mal que me llamaste esa noche, Alejandra, y que me dijiste para salir con los chicos en el carro de Esteban. ¿Dónde estarás, Alejandra? Discúlpame por abandonarte, por salir así de la casa, por no haber dicho que no todo era tu culpa y asumir mi responsabilidad. No me habrías dejado ir a la cárcel, ¿verdad? Te echaste la culpa tú sola, les dijiste que Esteban te había metido en eso sin que nadie más supiera. ¿Quién está peor ahora? ¿Tú presa o yo en el burdel de Silvia? Ya nada fue igual luego de que el empresario de mierda la cagara toda cuando le contó a su mujer y a la policía que lo extorsionábamos. Eso le pasaba por putañero, pobre huevón. Se creía bien hombre en la cama y luego lloraba como una niña. Vas a destruir mi familia, me dijo llorando y yo, que no se hiciera el pendejo, que buscando chibolas ya él estaba destruyendo a su familia. Nos miraba con odio, principalmente a ti, que decía que lo habías seducido. Yo creo que si Esteban no tenía la grifa en el cuarto igual te sembraban, porque el tipo te odiaba. Te odiaba y tenía billete. Debió de haber metido plata para que te cagaran los tombos. Y cuando me enteré, Alejandra, yo no sabía qué hacer. Pero esa otra noche cansada, desilusionada y sin trabajo me hubiera quedado caminando toda la noche, me hubiera escapado hacia algún lugar, pero no, la gente como yo nunca se puede salir de su camino y termina cayendo en el hoyo sin chistar. Pero tú me cuidaste, Alejandra, y yo nunca fui a buscarte a la cárcel. Estaba asustada. Lo comprendes, ¿no? ¿Qué tanta diferencia hay entre Silvia y esa vieja que me hizo gestos de desprecio? ¿Qué diferencia hay entre el empresario corrupto y nosotras? ¿Qué diferencia hay entre tú, Alejandra, y yo? Ninguna, todos somos una mierda. La más íntegra eres tú, prima, que pusiste el pecho por mí y te tragaste todo eso sola. Hubiéramos seguido montando bicicleta en el Parque de la Reserva, Alejandra, hubiéramos seguido yendo a ese acuario con forma de ballena al que íbamos de niñas para comer papas fritas y sorprendernos de esos peces extraños y feos.  No hubiéramos crecido tanto, Alejandra, no hubiéramos jugado con el sexo. ¿Tu amiga es muda?, dijo ese gordo cochino antes de agarrarme por la cintura y Silvia ahí que me sujetaba de la mano. Sabía que me quería escapar ¿A cuántas chicas habrá iniciado ahí en el negocio? La última es la charapita. ¿Qué quieres hacer, cojuda? ¿Te quieres ir? Ya te dije que voy a ser como tu madre aquí. Deja que el huevón te invite unas chelas, así te das valor, lo haces que gaste más, le conversas para que gaste. ¿Viste? Ya lo tienes loquito al gordo ese. Si la cagas ahora, te saco la puta madre. Y yo que solo quería cerrar los ojos y que ya estuviera amaneciendo. Y mientras me tomaba la cerveza esa, me preguntaba cómo mierda había llegado hasta allí. Eso no era como jugar con los empresarios y mucho más lejano me parecía el tiempo de la inocencia cuando mamá me arreglaba para actuar en el colegio, y años después, sin darme cuenta cómo ya me arreglaba sola para salir a bailar con mis amigos de la universidad, y luego para tirar en la playa con Rodolfo, ahí a escondidas, mientras tú, Alejandra, tirabas con Esteban y todos nos emborrachábamos en la carpa. Y mientras esperaba el amanecer recordaba aquella vez que el viento se llevó la marihuana de Rodolfo, quien quería armar un vate en medio de la tempestad. Rodolfo también se escapó. ¿Sabes Alejandra? Rodolfo me llamó desde algún sitio. Estoy lejos, me dijo. Es mejor que no volvamos a vernos por un tiempo. Por lo que más quieras, Sandra, no vuelvas a esa casa, me dijo. Ese día enterré a Sandra y me hice Adriana. ¿Qué dirás, Alejandra, el día que me veas y sepas que ahora soy Adriana? ¿Sentirás asco de mí? Pensar que a veces nos íbamos juntas a las fiestas de tu universidad. Yo te buscaba en Surco y apenas te timbraba, pasabas con Esteban y Rodolfo. Sí, Alejandra, a lo mejor sientas asco, pero yo te contaré lo que me pasó. Te diré cuán sola quedé sin Esteban, sin Rodolfo y sin ti. No podía conseguir ni siquiera para las drogas. Chúpamela, perra, dijo el gordo. Y en segundos todo, todo era oler la grasa que emanaban esos cuerpos inmundos, pestilencia mezclada con otros hedores, recordar lo que decía Silvia, cerrar los ojos e irse a la mierda. Vomita porque la tengo muy larga la voz del gordo resonaba riéndose a carcajadas. Ya luego una se va acostumbrando a olvidarse de todo, Alejandra, una llega a aprender de las otras chicas, dejar que se la metan y esperar que terminen rápido. Si te mueves bastante y los dejas que se vengan al toque es mejor y encima los cojudos salen contentos, me había dicho Silvia. Al día siguiente no había querido comer nada, como si todo parecía recordarme la noche anterior. Así es, me había dicho Silvia. Te vas a ir acostumbrando. solo es cosa de un rato, tómalo como un juego. decía Silvia. Solo éramos él y yo, y la verdad no importaba quién era él. Ya luego empecé a escoger clientes fijos Es mejor así, me había dicho a su vez La Chalaca. ¿Eres del Callao? Le pregunté y ella me respondió que era La Chalaca porque pateaba boca arriba. Ya me trataban bien, y un día llega este solitario, silencioso, no quería hablar ni nada. Daniel apenas dijo, si se llamará así. Ahí todos mienten, Alejandra. ¿ves? Ahí me tienes a mí que soy Adriana. Adriana como la chica esa del colegio, ¿la recuerdas, Alejandra?, ¿recordarás a esa chancona? Me pareció el mejor castigo para su sobonería con los profesores. La hice puta, sí, Alejandra, te vas a cagar de la risa como antes, cuando te cuente... Adriana Malatesta, ese nombre de batalla uso. Eso te daría risa, Alejandra, me vengué de ella, la hice puta”.
El profesor cruza la Avenida Universitaria al trote. Se detiene unos instantes en la berma central. Al emprender la marcha de nuevo, lanza la flor al piso. Luego sigue caminando hasta voltear la esquina.
Más barato que perder por completo lo que aún me queda de autoestima y dignidad, si es que algo me queda.

Es una cojudez, una reverenda huevada. Tú eres fuerte ¿Por qué has huido así?, ¿Tan solo porque te ha reconocido? A lo mejor el cojudo te iba a invitar un trago o un helado. Tal vez hubiera bastado con negarlo todo y seguir muy tranquila. A veces eres medio cojuda. Aún me haces falta Alejandra.

—Bajo en la esquina —dice.
El cobrador la mira a los ojos como escudriñándola. Ella le devuelve la mirada.
—¡Esquina baja! —grita el cobrador, el carro atenúa su marcha hasta detenerse para que ella baje.