Influenciado por su
amigo Malcom X[1],
de quien aprendió a valorar su raza, el famoso boxeador Muhammad Ali, cierta
vez, durante una entrevista en la que el conductor lo llamó por su antiguo
nombre de Cassius Clay respondió:
Cassius Clay es el nombre
de un esclavo. Yo soy Muhammad Alí, un nombre libre.
Defensor de su
grupo racial, a la vez que boxeador, Alí no perdía oportunidad para demostrar
cosas que bien podríamos aprender. Recuerdo en particular que durante su
preparación para la pelea con George Foreman (pelea que se desarrolló en Zaire en
octubre de 1974) les comentaba a los niños que lo observaban que ellos tenían
algo que ningún afroamericano tenía, un pasado de libertad.
Muchos de
nosotros crecimos bajo la herencia colonial en la que se catalogaba a la gente
por grupos de castas raciales. Hace unos años comenté que el racismo en el Perú
es subrepticiamente inclusivo y que se basa en la aceptación del otro como
alguien inferior, digno de misericordia del
superior, quien lo protege como a un niño por ser «bruto y de poco
entendimiento»[2].
Soy un convencido
de que quien diga que en el Perú no hay racismo lo niega por temor a sentirse
discriminado o discriminador. El Perú es racista, pero su racismo —de orígenes
feudales heredados de la época colonial— es diferente, no es abierto, establece
lazos basados en relaciones personales.
Andrés de Santa Cruz |
Ya en el periodo
republicano esta herencia todavía se mantenía y es la que va llegando hasta
nosotros, aunque ya se le está combatiendo en diversos frentes —y este,
modestamente, intenta ser uno de ellos—, y por eso aún hay quienes, por citar un
único ejemplo, se expresan por las trabajadoras del hogar como «la chola» y las
obligan a no usar el ascensor.[3]
Resulta paradójico
que aquí en Perú, la tierra de los incas, los moche y cuanta cultura sirve para
henchirnos el pecho de orgullo, se margina a quienes tienen un apellido en
idioma prehispánico[4],
legiones de Huamán, Quispe, Yupanqui, Chinchay (como yo) o Cajahuaringa —por
citar solo algunos ejemplos—, deberíamos ser conscientes que nuestro apellido
es el descendiente directo de las obras que maravillan al mundo en Sipán o
Machu Picchu y que la permanencia también implica cierto grado de libertad como
aquella a la que se refería el bueno de Alí.
[1] Malcom X fue un famoso activista negro que
trabajó en favor de los derechos de la población afroamericana en Estados
Unidos (aunque se le acusó de racista antiblanco).
[2] Esa frasecita aparece citada en muchos
documentos y resume la visión que tenía la Corona Española acerca de los hombres
andinos.
[3] Flores
Galindo cita, el Buscando un Inca, por ejemplo lo que decía el «prestigioso» educador Sebastián
Lorente, quien decía de los hombres andinos: Yacen en la ignorancia, son cobardes, indolentes, incapaces de reconocer
los beneficios, sin entrañas, holgazanes, rateros, sin respeto por la verdad, y
sin ningún sentimiento elevado, vegetan en la miseria y en las preocupaciones,
viven en la embriaguez y duermen en la lascivia. Y luego agrega Flores
Galindo: Para Lorente, el indio termina
degradado hasta la escala animal. Un cierto pudor lo lleva a atribuir el juicio
a otros: “Alguno ha dicho: los indios son llamas que hablan”. Pero hace la cita
sin ninguna aclaración ni desmentido. Todavía más: no se trata de cualquier animal
sino de una “estúpida llama”. Y así hay hasta una calle con su nombre.
[4] Basta recordar el clásico texto de la
historiadora Cecilia Méndez, Incas sí, indios no, donde analiza las características de la relación establecida entre pobladores durante el siglo XIX y el XX, a partir del trato despectivo que
se le daba —desde la perspectiva criolla— a Andrés de Santa Cruz por sus
orígenes andinos.