viernes, 10 de mayo de 2013

El ejemplo de Muhammad Alí - ¿Racismo en el Perú?

Influenciado por su amigo Malcom X[1], de quien aprendió a valorar su raza, el famoso boxeador Muhammad Ali, cierta vez, durante una entrevista en la que el conductor lo llamó por su antiguo nombre de Cassius Clay respondió:

Cassius Clay es el nombre de un esclavo. Yo soy Muhammad Alí, un nombre libre.


Defensor de su grupo racial, a la vez que boxeador, Alí no perdía oportunidad para demostrar cosas que bien podríamos aprender. Recuerdo en particular que durante su preparación para la pelea con George Foreman (pelea que se desarrolló en Zaire en octubre de 1974) les comentaba a los niños que lo observaban que ellos tenían algo que ningún afroamericano tenía, un pasado de libertad.

Muchos de nosotros crecimos bajo la herencia colonial en la que se catalogaba a la gente por grupos de castas raciales. Hace unos años comenté que el racismo en el Perú es subrepticiamente inclusivo y que se basa en la aceptación del otro como alguien inferior, digno de misericordia del  superior, quien lo protege como a un niño por ser «bruto y de poco entendimiento»[2].

Soy un convencido de que quien diga que en el Perú no hay racismo lo niega por temor a sentirse discriminado o discriminador. El Perú es racista, pero su racismo —de orígenes feudales heredados de la época colonial— es diferente, no es abierto, establece lazos basados en relaciones personales.
Andrés de Santa Cruz

Ya en el periodo republicano esta herencia todavía se mantenía y es la que va llegando hasta nosotros, aunque ya se le está combatiendo en diversos frentes —y este, modestamente, intenta ser uno de ellos—, y por eso aún hay quienes, por citar un único ejemplo, se expresan por las trabajadoras del hogar como «la chola» y las obligan a no usar el ascensor.[3]

Resulta paradójico que aquí en Perú, la tierra de los incas, los moche y cuanta cultura sirve para henchirnos el pecho de orgullo, se margina a quienes tienen un apellido en idioma prehispánico[4], legiones de Huamán, Quispe, Yupanqui, Chinchay (como yo) o Cajahuaringa —por citar solo algunos ejemplos—, deberíamos ser conscientes que nuestro apellido es el descendiente directo de las obras que maravillan al mundo en Sipán o Machu Picchu y que la permanencia también implica cierto grado de libertad como aquella a la que se refería el bueno de Alí.




[1] Malcom X fue un famoso activista negro que trabajó en favor de los derechos de la población afroamericana en Estados Unidos (aunque se le acusó de racista antiblanco).

[2] Esa frasecita aparece citada en muchos documentos y resume la visión que tenía la Corona Española acerca de los hombres andinos.
[3] Flores Galindo cita, el Buscando un Inca, por ejemplo lo que decía el «prestigioso» educador Sebastián Lorente, quien decía de los hombres andinos: Yacen en la ignorancia, son cobardes, indolentes, incapaces de reconocer los beneficios, sin entrañas, holgazanes, rateros, sin respeto por la verdad, y sin ningún sentimiento elevado, vegetan en la miseria y en las preocupaciones, viven en la embriaguez y duermen en la lascivia. Y luego agrega Flores Galindo: Para Lorente, el indio termina degradado hasta la escala animal. Un cierto pudor lo lleva a atribuir el juicio a otros: “Alguno ha dicho: los indios son llamas que hablan”. Pero hace la cita sin ninguna aclaración ni desmentido. Todavía más: no se trata de cualquier animal sino de una “estúpida llama”. Y así hay hasta una calle con su nombre.
[4] Basta recordar el clásico texto de la historiadora Cecilia Méndez, Incas sí, indios no, donde analiza las características de la relación establecida entre pobladores durante el siglo XIX y el XX, a partir del trato despectivo que se le daba —desde la perspectiva criolla— a Andrés de Santa Cruz por sus orígenes andinos.