martes, 1 de enero de 2013

Talleres clandestinos, accidentes - todos los años lo mismo

Al llegar las fiestas de Fin de Año, junto con los papanoeles, juguetes, ofertas, panetones, calzones amarillos y otras tradiciones, llegan las noticias de muertes por pirotécnicos. Es una costumbre, solo falta ver dónde y quién la lleva esta vez, y de eso se encarga la prensa sensacionalista, al acecho de cuanta tragedia pueda ocurrir para magnificarla usando sus frases «dantesco incendio», «las desconsoladas víctimas» «el taller clandestino era trabajado por una familia», «los vecinos alertaron….», etc, etc. Ya sabemos el resto.

Quizá valdría la pena preguntarse por qué estamos tan acostumbrados a ese fenómeno fin de añero.

Cohetones y más cohetones.
Si uno echa un vistazo a la pirotecnia Made in Peru (así, sin tilde por el inglés), se dará cuenta que es un reflejo de nuestra vergonzosa cultura de hacer todo «a la criolla». Los fuegos artificiales, tan antiguos como la pólvora en este planeta, se elaboran a escondidas, año a años los gobiernos locales los prohíben, pero son fabricados y quemados en las mismas zonas famosas y cientos de veces accidentadas sin que «nadie» pueda evitarlo, y por si esto fuera poco, se queman a vista y paciencia de todo el mundo en cada calle, en los parques, donde sea, dejando una cuota de animales domésticos asustados o muertos —como el perro mascota de mi amiga Lourdes, que debió ser despegado de la pista luego de huir asustado un Año Nuevo o el dóberman de una casa aledaña que saltó al más allá desde el techo donde lo tenían encerrado—, y aves igualmente muertas de miedo.

Pero no todo queda allí, dentro de las casas los que tenemos bebés recién nacidos o niños pequeños debemos hacer maravillas para aislarlos de la bulla, y  al día siguiente la basura producto de los pirotécnicos no parece ser responsabilidad de nadie más que de la municipalidad, y el que los quemó… bien, gracias, durmiendo a pierna tendida en su casa.

Y pensar que todo empieza por el amor a un acto tan tradicional como tonto: un jovencito —a riesgo de volarse la mano en mil pedazos— prende la mecha, esta se consume y boom: remedo de alegría. Tiene poco sentido, si uno lo analiza. Las hermosas luces que encienden el sueño con miles de colores tienen mucho menos sentido si pensamos que alguien es capaz de gastar cerca de cien soles —el equivalente a unos cuarenta kilos de arroz— en un ridículo objeto que dura apenas unos segundos y se esfuma en el cielo dejando poco menos que un efímero cuesco con olor a pólvora.

Ah, las tradiciones…

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La imagen no es peruana, aunque podría serlo, sino de España, de una nota que informa de un joven decapitado por su propia bombarda y de un obrero sin dedos por quemar cohetones.