Quiero pensar que
hubo un tiempo en que dar un regalo era una muestra de afecto espontáneo. Tenía
uno un conocido al que estimaba, le daba un obsequio —que por lo general era
algo que el otro necesitaba o que expresaba de alguna manera cuánto lo
estimaba— y todos eran felices como en un cuento de hadas.
Ese tiempo no
existe más desde que el consumismo ha generado en las personas el estrés del
regalo, desde que nos han hecho creer que el regalo es una obligación, y que
mientras más caro es mucho mejor. Fechas sobran, el Día de los Enamorados (de
la Amistad, San Valentín o como quiera llamársele al día), el Día de los Muertos,
El Día del Niño, El Día de la Mujer, y —entre otros cuya existencia se me
olvida— el rey de los días consumistas: Navidad[1].
Allí donde el
consumismo mete sus manos para hacernos creer que debemos gastar nuestros
ahorros comprando cosas que ellos necesitan vender más que nosotros comprar,
termina desdibujándose el sentido real del día que se esté tratando, resultando
que las personas terminan gastándose sus ahorros y llegan al inicio del año
siguiente —incluso habiendo recibido gratificaciones— sin un solo cobre en el
bolsillo por los regalos y comilonas que otros le dijeron que debía consumir.
Parece cosa de
broma, pero abra un periódico, vea la televisión y fíjese en cuántos anuncios
están allí diciéndole que si usted no regala una de las cosas que ellos ofrecen
será un infeliz, se lo dicen con descaro, es una cuestión personal defenderse
de ellos…
No digo que no
haga usted, amigo lector, un regalo —incluso a usted mismo si así le place—,
pero haga lo que usted quiera, dé lo que desee sin angustia, sin que ello le
genere estrés o lo deje en la pobreza, dé por afecto y no por obligación.
En nosotros está el dejar de ser manipulados.
En nosotros está el dejar de ser manipulados.
[1] En el colmo del desparpajo una compañía de
cerveza ha tratado —imagino que con cierto éxito— de inculcar el Día del Amigo
para que ese día se consuma trago a montones.