Era una costumbre
—hay quienes aseguran que aún lo es—, que en la nación de los pigmeos cada año
se reunieran los jóvenes para elegir entre ellos al hombre más alto del mundo.
El torneo era algo bastante serio y las familias preparaban a sus muchachos más
espigados durante meses, con la mirada fija en la contienda.[1]
Sí, los pigmeos
amaban la competencia del hombre más alto del mundo, uno a unos los titanes de
cada clan se enfrentaban entre sí estirando el cuello como los avestruces en
celo. Estos enormes colosos de un metro cincuenta y dos centímetros se paseaban
orgullosos ese día, por fin sus cuerpos descansaban del riguroso entrenamiento
a que eran expuestos.
Sí, la
competencia en el país de los pigmeos era una cosa completamente ridícula.
Todo eso que parece tan ilógico, se nos hace más comprensible cuando uno ve el
torneo descentralizado del fútbol peruano, los barristas, los periódicos
deportivos y todo el bochinche que se arma en torno a una competencia de un
nivel tan paupérrimo, no puede sino ayudarnos a entender que los pigmeos en su extraña
búsqueda del hombre más alto del mundo no son un caso aislado.
[1] Cuenta el
viajero inglés Robert Kerrigan, quien estuvo entre ellos durante un buen par de
años, que incluso la forma de entrenar al campeón de una familia consistía en
amarrarle los tobillos con firmeza y halarlo de los hombros todas las mañanas
con la esperanza de que se estirase más allá de los límites naturales.