El Grito - Eduard Munch |
Voy pasando por
la puerta de un nido —una institución educativa para niños menores de cinco
años—, y escucho la voz de una profesora que a voz en cuello llama a un niño:
—¡Carlos, a tu sitio!
La llamada de
atención soldadesca y estentórea que me sacude en la calle, debe de haber sido
efectiva, porque no vuelve a repetirse.
Así es, un
oficial del Ejército, un profesor, un ama de casa tratando de captar la
atención de sus hijos o un jefe de cocina recurren al grito como forma
comunicativa efectiva y única para establecer contacto con otras personas.
Esto me lo
dijeron cuando quise enseñar alguna vez, debía alzar la voz, porque es la única
manera de demostrar autoridad para ganar el respeto de los alumnos. Me lo han
dicho las señoras, algo metiches ellas, que se atreven a darme consejos sobre
cómo criar a mi hija de dos años.
En verdad uno no
es consciente de cuán arraigada está la cultura del grito —o del ser gritados
para obedecer—, como cuando se encuentra ante un grupo humano acostumbrado a la
imposición, al caballazo y al recorte arbitrario de sus libertades. Empieza en
el hogar, a muy temprana edad, nos persigue en la escuela, y está allí, a la
vuelta de la esquina persiguiéndonos. Parece broma, pero esta realidad es el
génesis de la tiranía, de la dictadura, porque en la cultura del grito se
arraiga la idea de que la buena autoridad es solo aquella que se impone por la
fuerza, la que avasalla.