Puesto que hemos estado hablando de sombras, he recordado una historia que se me antoja contarles.
Nunca había tenido —y quizá nunca los vuelva a tener— tantos visitantes mi buen amigo Percy, como el verano del año dos mil cinco. Ese fue un año fructífero para todas las relaciones humanas que el buen Percy buscaba entablar. El punto de reunión era su patio, un espacio pequeño, alegre, acogedor y bien ventilado en el que su esposa había acopiado con mucha delicadeza algunas simpáticas macetas. Nos reuníamos allí a conversar a tomar unas cervezas y disfrutar del aire libre. Sí, ese era el patio de Percy, lugar inolvidable.
Un par de años antes Percy había decidido casarse y en la reunión, que dicho sea de paso fue apoteósica y memorable, no pudimos evitar preguntarnos si acaso habíamos perdido un amigo. Esos temores se acabaron un corto tiempo después, cuando nos invitó a su casa para respirar un poco de aire puro y, digámoslo así, ver el panorama. No entendimos de buenas a primeras, el panorama, más allá de las macetas y unos cuantos fragmentos de casas vecinas, no era muy alentador.
—No se preocupen, ya va a empezar el show —aseguró nuestro anfitrión muy tranquilo y se cruzó de brazos.
Y el show empezó.
El panorama lo constituía una silueta femenina, cuya habitación daba al patio de Percy, la cual gustaba de cambiarse de ropa —con felina delicadeza— quitándose prenda por prenda sin preocuparse demasiado de que su imagen, interponiéndose a la luz como en un circo chino de sombras, mostraba mucho de lo que allí sucedía a los ávidos ojos de los que estuvieran del otro lado de la cortina.
Sí, el patio de Percy fue famoso, y lo siguió siendo incluso luego de aquel día en el que recibió la visita de su padre y amigos de aquel. Resignado al ver que la danza de la lluvia no había funcionado y que ya llegaba la hora del circo chino, Percy trató de distraerlos haciendo un truco con marionetas e incluso, según nos confesó, estuvo tentado a soltar alguna cucaracha para que espantara a los visitantes, pero nada pudo evitar lo que ocurrió. Mientras Percy hablaba las prendas fueron cayendo una tras otra, el bailecito empezó y las sombras dejaron mucho a la imaginación. El silencio se hizo entre los invitados y si bien aquello no significó el fin del asunto, fue sí la premonición de la muerte.
Cuentan que una tarde, luego de cenar, Percy tuvo a bien sentarse a tomar algo de aire en el patio. Acomodó su silla. Cruzó los brazos a la altura de la nuca y encendió un cigarrillo para disfrutar la función, pero, en el preciso instante en que las primeras prendas empezaban a caer, llegó su esposa trayendo un jugo de piña para tomar juntos.
Nadie dijo nada. Tomaron el jugo en silencio. Percy prefirió ir a ver algo de televisión, una película, dijo, cosa que su esposa aceptó sin protestar. A la tarde siguiente, cuando llegamos a visitarlo, nuestro buen amigo, algo cabizbajo nos contó lo sucedido. No había sido tan trágico, le dijimos, tal vez su esposa no se había dado cuenta. Cuando nos sentamos a la mesita en el patiecito comprendimos el porqué de la expresión de Percy. En lugar de la cortina había un pedazo de triplay en la ventana vecina.
Como dije. Nunca ha sido tan concurrido el patio de Percy como aquel verano de dos mil cinco.
Nunca había tenido —y quizá nunca los vuelva a tener— tantos visitantes mi buen amigo Percy, como el verano del año dos mil cinco. Ese fue un año fructífero para todas las relaciones humanas que el buen Percy buscaba entablar. El punto de reunión era su patio, un espacio pequeño, alegre, acogedor y bien ventilado en el que su esposa había acopiado con mucha delicadeza algunas simpáticas macetas. Nos reuníamos allí a conversar a tomar unas cervezas y disfrutar del aire libre. Sí, ese era el patio de Percy, lugar inolvidable.
Un par de años antes Percy había decidido casarse y en la reunión, que dicho sea de paso fue apoteósica y memorable, no pudimos evitar preguntarnos si acaso habíamos perdido un amigo. Esos temores se acabaron un corto tiempo después, cuando nos invitó a su casa para respirar un poco de aire puro y, digámoslo así, ver el panorama. No entendimos de buenas a primeras, el panorama, más allá de las macetas y unos cuantos fragmentos de casas vecinas, no era muy alentador.
—No se preocupen, ya va a empezar el show —aseguró nuestro anfitrión muy tranquilo y se cruzó de brazos.
Y el show empezó.
El panorama lo constituía una silueta femenina, cuya habitación daba al patio de Percy, la cual gustaba de cambiarse de ropa —con felina delicadeza— quitándose prenda por prenda sin preocuparse demasiado de que su imagen, interponiéndose a la luz como en un circo chino de sombras, mostraba mucho de lo que allí sucedía a los ávidos ojos de los que estuvieran del otro lado de la cortina.
Sí, el patio de Percy fue famoso, y lo siguió siendo incluso luego de aquel día en el que recibió la visita de su padre y amigos de aquel. Resignado al ver que la danza de la lluvia no había funcionado y que ya llegaba la hora del circo chino, Percy trató de distraerlos haciendo un truco con marionetas e incluso, según nos confesó, estuvo tentado a soltar alguna cucaracha para que espantara a los visitantes, pero nada pudo evitar lo que ocurrió. Mientras Percy hablaba las prendas fueron cayendo una tras otra, el bailecito empezó y las sombras dejaron mucho a la imaginación. El silencio se hizo entre los invitados y si bien aquello no significó el fin del asunto, fue sí la premonición de la muerte.
Cuentan que una tarde, luego de cenar, Percy tuvo a bien sentarse a tomar algo de aire en el patio. Acomodó su silla. Cruzó los brazos a la altura de la nuca y encendió un cigarrillo para disfrutar la función, pero, en el preciso instante en que las primeras prendas empezaban a caer, llegó su esposa trayendo un jugo de piña para tomar juntos.
Nadie dijo nada. Tomaron el jugo en silencio. Percy prefirió ir a ver algo de televisión, una película, dijo, cosa que su esposa aceptó sin protestar. A la tarde siguiente, cuando llegamos a visitarlo, nuestro buen amigo, algo cabizbajo nos contó lo sucedido. No había sido tan trágico, le dijimos, tal vez su esposa no se había dado cuenta. Cuando nos sentamos a la mesita en el patiecito comprendimos el porqué de la expresión de Percy. En lugar de la cortina había un pedazo de triplay en la ventana vecina.
Como dije. Nunca ha sido tan concurrido el patio de Percy como aquel verano de dos mil cinco.