Hace pocos días leí en los periódicos, no sin algo de preocupación, que en los Estados Unidos, como parte de un estudio, se había elaborado y aplicado un curioso cuestionario a una enorme cantidad de jóvenes preuniversitarios, y que la conclusión había sido que los pobres ostentan una ignorancia supina que linda con lo tragicómico. Respuestas tan inverosímiles como que Beethoven es un perro o no saber qué fue el Muro de Berlín, sencillamente entran a formar parte de lo que de en peruanísimo lenguaje es el despelote.
Todo esto me llevó a recodar mis tiempos de profesor —hace unos pocos años—, y mis devaneos por tratar de hacerles entender a mis alumnos qué cosa era la Guerra Fría (algo que en sus atolondradas mentes aparecía como una suerte de guerrita con bolas de nieve como las que hacen los estadounidenses en sus navidades). La pregunta latente sería qué pasa con la juventud. Hace cierto tiempo, encontré una discusión en internet, referida al empleo de un lenguaje reducido, completamente ajeno a las normas gramaticales —sencillamente espeluznante— en los mensajes de texto, en los comentarios escritos por jovencitos en el Messenger. Toda esta discusión la respondía con cierta virulencia un chiquillo —lamentablemente no recuerdo el enlace, pero creo que no es importante—, de buena prosa, quien afirmaba que el usar abreviaturas no es una condición sine qua non para volverse idiota.
La verdad ese tema da mucho que hablar, sin embargo, me atrevo a pensar que internarse en el terreno de la informalidad lexical, en el lenguaje del mensaje de texto es como jugar con fuego y que aquel muchachito que defendía a su generación era un bicho completamente extraño, un espécimen en vías de extinción.
Hoy leía algo divertido aquello que escribió Andrés Calamaro antes de cerrar su Twitter —abrí una cuenta pero no he vuelto a ella debido a que sus restricciones, en cuanto a la cantidad de texto que uno puede incluir, me parecen tan terribles como tener que usar una camisa de fuerza, por lo que espero cerrarla hoy mismo— y que aquí reproduzco, haciendo eco a sus altisonantes palabras.
«Me importa un bledo perder un segundo más en el rebaño de boludos con blackberry».
Ustedes qué creen. ¿se animan a jugar con fuego?
Todo esto me llevó a recodar mis tiempos de profesor —hace unos pocos años—, y mis devaneos por tratar de hacerles entender a mis alumnos qué cosa era la Guerra Fría (algo que en sus atolondradas mentes aparecía como una suerte de guerrita con bolas de nieve como las que hacen los estadounidenses en sus navidades). La pregunta latente sería qué pasa con la juventud. Hace cierto tiempo, encontré una discusión en internet, referida al empleo de un lenguaje reducido, completamente ajeno a las normas gramaticales —sencillamente espeluznante— en los mensajes de texto, en los comentarios escritos por jovencitos en el Messenger. Toda esta discusión la respondía con cierta virulencia un chiquillo —lamentablemente no recuerdo el enlace, pero creo que no es importante—, de buena prosa, quien afirmaba que el usar abreviaturas no es una condición sine qua non para volverse idiota.
La verdad ese tema da mucho que hablar, sin embargo, me atrevo a pensar que internarse en el terreno de la informalidad lexical, en el lenguaje del mensaje de texto es como jugar con fuego y que aquel muchachito que defendía a su generación era un bicho completamente extraño, un espécimen en vías de extinción.
Hoy leía algo divertido aquello que escribió Andrés Calamaro antes de cerrar su Twitter —abrí una cuenta pero no he vuelto a ella debido a que sus restricciones, en cuanto a la cantidad de texto que uno puede incluir, me parecen tan terribles como tener que usar una camisa de fuerza, por lo que espero cerrarla hoy mismo— y que aquí reproduzco, haciendo eco a sus altisonantes palabras.
«Me importa un bledo perder un segundo más en el rebaño de boludos con blackberry».
Ustedes qué creen. ¿se animan a jugar con fuego?
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