A muchos o todos los que queremos contar una historia nos debe haber pasado que la hoja en blanco nos sale al frente caprichosa y tercamente empeñada en conservar su blancura.
Recuerdo que -tratando de escapar del problema- alguna vez, hice una lista enumerando las que consideré, serían posibles variables de una historia. Enumeraba, por ejemplo:
- Tiempo (presente, pasado, futuro /día, noche).
- Clima (Invierno, verano, otoño, primavera).
- Narrador (Omnisciente presente en la historia, no omnisiciente presente y/o ausente en la historia).
- Voz de los personajes (Primera, segunda, tercera, singular o plural).
- Nivel del habla de los personajes (Habla culta, argot o lo que fuera).
Sea como fuere, lo cierto fue que como ya conté, hice una minuciosa y enorme lista de variables, que por algún lado debo tener y que creo que nunca he usado de manera expresa.
Al principio fue el argumento...
Una vez escuché decir a alguien que una buena forma de contar una historia es pensar el argumento y luego empezar a pensar cómo contarlo, como si el argumento fuese un conjunto de varillas sobre las que empezamos a verter mezcla para formar un edificio. Me pareció interesante aquella idea.
Ahora bien, imagino que esa idea puede funcionar bien con un cuento; pero: ¿qué ocurre con la novela? ¿Qué pasa cuando la novela quiere tener un rumbo propio?, ¿Qué, cuando se le antoja ir por derroteros que poco o nada tienen que ver con el proyecto inicial?
Yo sigo pensando esas cuestiones, es claro que no puedo dar una idea final al respecto, no creo en las fórmulas mágicas para escribir, no creo en la reducción del cuento a una estructura de antagonista, nudo, desenlace y esas cosas. Creo en la libertad 'escritural' (me gusta usar esa palabreja), aunque ella implique permanecer varias horas ante la hoja en blanco.
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