Mitos urbanos

El mito es una cosa curiosa. Ha seguido al hombre desde los albores de su existencia en el planeta (albores que dicho sea de paso, se pasaron en los árboles) y lo ha acompañado hasta las acutales metrópolis llenas de luces y tecnología. Su caso es semejante al del relato. Si buscamos algo que refuerce las teorías que creen ver un solo destino en la humanidad, podríamos ver cuán humano es el mito. Ahí donde haya unos humanos en taparrabo formando una comunidad habrá un mito.

Sobre el mito en sí, se ha escrito mucho. Bronislaw Malinowski decía que el mito responde a una profunda necesidad religiosa, a aspiraciones morales, a coacciones, a imperativos de orden social e incluso a exigencias prácticas. Ahora bien, aunque el mito se basa en la inclusión de aspectos sobrenaturales*, tiene elementos que pueden ser plausibles. Es decir, que un mito, con todo lo sobrenatural o extraño que parezca, debe tener un trasfondo veridictible, debe existir la posibilidad de que de alguna manera lo que en él se cuente, haya sucedido -y pueda volver a suceder- en el mundo.

Un género de mitos que tienen poco de aleccionador, son los mitos urbanos, esas leyendas que se cuentan en las ciudades, cuya fama crece como la broza en una campo fértil y de los cuales, sin embargo, nadie parece haber sido testigo presencial.

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Y sí, en el mito urbano lo común es que alguien haya escuchado. Alguien contó, le pasó a un amigo, a un primo, o leí por ahí.

Desde el chupacabras (cuya imagen -una de tantas- coloco allí arriba), el yeti, hasta los sacaojos y pishtacos del Perú, toda una amplísima galería de personajes míticos han seguido al mundo moderno. A continuación algunos que recuerdo (por favor corríjanme si me equivoco).

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En algún punto de la carretera que une Lima con el interior -no sé cuál- se cuenta que una madre fue atropellada y su hijo, que sobrevivió pide a los viajeros con voz lastimera que le lancen algo de comida. No hacerlo implicaría acarrear para sí una desgracia.

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Contaba mi abuela -en Huacho, una de las ciudades más supersticiosas y llenas de supercherías del mundo- que antes del terremoto de 1940, un ancianito había pasado pidiendo limosna de puerta en puerta y que cosa extraña, las casas que se cayeron fueron las de aquellos sujetos que lo trataron mal.

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Hace poco una amiga me habló de una chica que había sido contagiada del SIDA (o del VIH, como prefieran decirlo) por un desconocido y amable don juan, que luego de acostarse con ella le había dejado la tétrica nota.

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Bienvenida al mundo del SIDA

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Esta historia del contagiador o contagiadora de Sida, fue la que me llamó a escribir esta disquisición, y es que la he escuchado en todas las posibles versiones posibles. En casi todas con el final este del espejo pintado con lápiz de labios, una nota con una rosa o algo por el estilo, la idea general es la misma el enfermo maligno que quiere contagiar, convertido en protervo un ángel de la muerte, la víctima que cede ante sus pasiones, ante el fruto ofrecido y paga cara su temeridad.

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El trasfondo ejemplificante no puede ser más claro. El mito sigue vigente en su función de preservar a la especie, de alejarnos del peligro.

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Finalmente, estos mitos -no contentos con llegar a nuestras ciudades-, llegaron al internet y se tranformaron en los correos en cadena. Los famosos correos hoax, cuyo tenor muchas veces acaba con una amenaza. de lo más pintoresca, algo como:

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Si no reenvías este correo a quince personas, tu perro pablito será atropellado por una locomotora.

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Y es que, como decía al comienzo, a donde haya unos hombres en tapoarrabo, -sentados frente a un monitor- habrá algún mito que contar.

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*Aunque hay dos grandes tipos de mitos, unos que explican la realidad y otros que lo que hacen es explicar situaciones, lo cierto es que ambos están orientados a dejar cierta enseñanza de orden moral que podría ser útil en un contexto de convivencia social.

**El saca ojos es alguien que le quita los ojos a la gente (como su nombre lo indica) y el pishtaco es el que se lleva a la gente para extraerle su grasa y usarla en construcciones.