sábado, 10 de noviembre de 2007

Mi experiencia salsera (Crónica)

Faltaba cerca de un mes para el matrimonio de mi prima Lucía, cuando recordé que soy uno de esos tipos que terminan emborrachándose con todos los sexagenarios en una esquina del local. El motivo de esto. No saber bailar y más específicamente, no saber bailar salsa...

Y es que sí, he de confesarlo. Yo no soy un bailarín empedernido y, en cuanto me paro en la pista de baile, me siento tal y como si los sicarios de la mafia siciliana me hubieran puesto unas pesadísimas botas de cemento y se dispusieran a lanzarme a lo más profundo del Mediterráneo en medio de sonoras carcajadas y aplausos.

Sea como fuere, por alguna razón que no termino de entender me dispuse a reivindicarme. Encontré algunos videos de clases que algún alma altruista había colgado en internet y me dispuse a aprender. Una silenciosa escoba hizo las veces de compañera de baile. Seguí atentamente los confusos pasos —al menos para mí lo eran— del instructor, un tipo llamado Anthony que parecía haber sido traído al mundo en medio de un bullicioso salsódromo, y me enfrasqué en una lucha titánica, estúpida y temeraria por vencer mi natural torpeza.

Pasados dos días era capaz de hacer los siete pasos básicos que enseñaba Anthony al estudiante novato en su tutorial.

—One, two, three, ......., five, six, seven.... Repeat! —decía Anthony y yo, en mi casa repetía como  autómata One, two, three, ...., five, six seven....

He de reconocer que me tomó algún tiempo reconocer las pausas como unos silenciosos four y eight. En mi cuadriculada mente acostumbrada a escuchar rock, decía: Pero deberían ser ocho pasos, compases de 4/4 ¿De dónde saca este condenado siete pasos? Cuando al fin lo comprendí, ya era yo capaz de hacer y deshacer a mi antojo los siete pasos de Anthony. Los repetí una y otra vez hasta que ya los tuve racionalizados. Llegué a comprender que el paso cuatro y el ocho no eran sino falsos pasos y que, claro estaba, Anthony no los contaba porque tenía algún prejuicio con los cuatros y los ochos. Eso ya no me importaba, yo los contaría para no perderme.

Con el pecho henchido de orgullo, me dije que ya era casi un salsero...

Antes de seguir, he de reconocer que inmediatamente después de pensar eso dejé correr el video de Anthony —hasta ese momento solo había visto unos doce segundos— y estuve a punto de dejar las clases de lado y gritar con Dee Snyder y los Twisted Sister I wanna rock, porque los siguientes pasos eran cosa del mismísimo demonio. Vueltas que desafiaban al más osado de los malabaristas de la tarumba y piruetas en las que los brazos parecían dislocarse cientos de veces aparecían en cada segmento, como si para esos bailarines hacer eso fuera algo tan sencillo como era para mí mover un pie detrás del otro para ir al baño o a comprar pan en la mañana.

Pero mi optimismo estaba a prueba de balas. Poco o nada me importó que mi compañera de baile —la silenciosa escoba— no tuviera brazos que dislocar. Amarré una toalla a la escoba y fabriqué con ella dos brazos colgantes que me servirían para mis propósitos. Fue así como practiqué los truculentos pasos, dejando correr el video por fracciones de segundo y retrocediéndolo una y otra vez para mejor estudio.

Pasados unos días, ya casi no me golpeaba la frente con el mango de la escoba. Los moretones iban desapareciendo y la escoba y yo éramos una pareja que se comprendía al unísono, siendo capaces de hacer algunas piruetas de lo más osadas. La fiesta estaba cerca y por primera vez en mi vida la mafia italiana no haría escarnio de mi figura.

El día de la fiesta, ya cambiado y frente al espejo, respasé algunos de los pasos. En mi mente ya era capaz de contarlos como Anthony: One two, three, ...., five six, seven, .... Apostada en una esquina del cuarto la escoba me observaba en silencio con sus textiles brazos caídos.

Ya en la fiesta, los sexagenarios —que dicho sea de paso, ya por viejos o por casados, no bailan más que un vals entre caja de cerveza y caja de cerveza— celebraron mi presencia. Yo era el sobrino bebedor, el que gustaba de tomar con ellos y mi presencia fue acogida con gusto por sus arrugadas manos que aplaudieron mientras sus sedientos cuerpos separaban un espacio para mí entre ellos.

—Tios, ya vuelvo —dije, y me dirigí confiado a la pista de baile.

Un pálpito repentino e impetuoso me detuvo al llegar al centro del ruedo. De un momento a otro parecía que un hechizo maldito había multiplicado a Anthony por todos los confines de la habitación. Comprendí que eso era un pandemonio y que mi lugar estaba en ese rincón que los ancianos habían separado para mí entre ellos, junto a las cervezas y los puchos de cigarro.

Apenas había volteado, para regresar por mi sitio de siempre, cuando un mano fornida me cogió por la muñeca y de un tirón me obligó a regresar a la pista de baile. Era la prima Rosaura, muchacha en la que siempre creí que el país había perdido un prodigioso levantador de pesas. Me tomó y me jaló con tal facilidad que por un momento sentí como que yo era su escoba. Ya parado en la pista de baile traté de guardar la serenidad del caso. Me detuve en seco unos segundos y me di aliento:

—Vamos viejo, tú puedes... —me dije contando para mis adentros— One, two, three, ...., five...

Apenas había llegado al five, cuando comprobé un craso error que había cometido en mis días de ensayo. La escoba no tenía pies que pisar y mi prima sí, y por si eso fuera poco, la escoba no tenía fuerza y mi prima sí. Y la prima no solo tenía fuerza, sino que la tenía en grado tal, que al sentir mi pie sobre el suyo, en un movimiento reflejo me lanzó un golpe al plexo que me hubiera dejado doblado como un boomerang sino fuera porque, haciendo gala de su fortaleza física, me enderezó como una estaca y se dedicó a llevarme de aquí para allá demostrándome que no me había confundido, que en verdad yo era su escoba. Mientras era arrastrado por todo el salón en un movimiento de «barrido», la imagen de la escoba en un rincón de mi habitación asomó en mi mente. Aún tuve tiempo de decirme para mis adentros. One, two, three, ....

De más está decir que ese día me hice uña y carne con los gerontes y me pegué la borrachera más salvaje que me hayan contado. Y digo que fue la peor borrachera que me hayan contado, porque yo la verdad no recuerdo nada. Lo único que recuerdo es que al llegar a mi casa hurgué entre mis viejos discos y no paré hasta llegar tambaleándome al equipo y programar la canción I wanna rock de Twisted Sisters, para que se repitiese una y otra vez, y siguió repitiéndose mientras yo, con los cabellos mojados y abrazado al inodoro como un demente buscaba con la mirada perdida una toalla que no encontré jamás, porque la había dejado, ridículamente amarrada a la escoba, en una esquina del cuarto.

3 comentarios:

  1. Muy interesante la aventura de aprender a bailar un ritmo muy complejo, el cual se ecuentra conformado por diferentes elementos, como: la música,la orquesta y el baile. Es imporatante reconocer todos estos elementos para llevar el verdadero ritmo. La salsa cualquiera lo puede bailar, pero no cualquiera lo sabe bailar. Bailar la salsa es tan compleja como su teoría, un día escuché acerca de la trigonometría y la geografía de la salsa. Creo que nuestro personaje debe conformarse en escuchar Maestra Vida en radio Panamericana para saber algo de salsa, aunque sea en teoría.

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  2. Vuelvo y vuelvo a leer esta crónica y siempre me parece interesante, porque me imagino al personaje y digo espero que algún día aprenda para que deje de tomar jaja.

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  3. Jajajaja! la parte en donde describes a tu pareja 'la escoba' me hizo reir, y ni decir de cuando el Anthony se multiplicó en la fiesta jajaa!..

    Es un baile complejo, con sus niveles... yo lo domino muy bien por ser originario de un lugar salsero y aparte por algunas clasesillas..
    Alguna vez quise renunciarle por su dificultad.. pero bah! todo se puede! :)

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