A quién no le ha ocurrido, que pasando por algún lugar escucha una melodía y siente de golpe como que el tiempo no es, sino un enano mezquino y que la nostalgia de todo lo vivido está metida en nuestro cerebro como una cuña que espera ser removida para hacernos recordarla.
Lo mismo pasa con olores, sabores... y otras sensaciones percibidas por los sentidos que se alojan en algún lugar esperando para saltar en el momento menos esperado.
Algo de esto me pasó hace poco, mientras caminaba por el parque kennedy. Había un grupo de músicos vernaculares, ataviados con ponchos coloridos, sombreros, zampoñas bombos y guitarras. Estaban ellos interpretando un tema conocido del folklore latinoamericano: "Leño verde" de Ernesto Cavour.
A todo esto, he de contar que había pasado buenos años de mi vida en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, creyendo ser uno de los más recalcitrantes metaleros que se hayan visto por ahí. Lo mío era el cabello largo, la vestimenta negra, con nombres de grupos como Deicide o Napalm death. Mi mundo estaba lleno de Death metal y mientras más brutal, mejor.
Sin embargo, al oír esa canción, me vi transportado a la explanada de la facultad de derecho. Una botella de chicha de jora en una mano y un vaso de plástico en la otra me acompañaban. A unos metros de donde yo estaba, una chica muy linda bailaba parada en su sitio. Yo tomaba con alguien que no sé quién era. En mi visión comprendí que lo importante era la chica, la música y San Marcos, pero no San Marcos como es ahora, sino aquella universidad que conocí hace años, la universidad de las verbenas, de los soldados, del movimiento político, de la agitación, de las borracheras y de mis lecturas de Lucien Febvre. Yo casi era aquel sanmaquino que había sido. Lo curioso era que no me sentía como el metalero que había sido -y que aún soy- sino como un tipo que quería oír Leño verde, ver a esa chica que bailaba y tomar mi chicha de jora en esa San Marcos lejana.
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