Decía
mi amigo el matador que hay gente a la que de pequeños no los dejaron tener
mascota, y cuando tienen hijos les ponen a esos infelices los nombres que
hubieran querido ponerles a sus mascotas jamás habidas. Legiones de estos casos
llenan los registros civiles peruanos del Reniec (vea en el enlace los casos de
Gokú, Chuck Norris y otros haciendo clic aquí). Nuestra
historia es una de aquellas
Cuando
Eulogio y Martina López vieron a la bebé rolliza, achinadita y sonriente que
les traía la enfermera no lo pensaron demasiado, su nombre sería Keiko. Corría
entonces el año de 1994, y sus padres declarados fujimoristas, creyeron que ese
nombre quizá le depararía un buen futuro a su hija, a imitación de la hija del
entonces Presidente de la República, una joven de generosas carnes que acababa
de asumir el rol de Primera Dama ante la salida de su —según dijo luego a los
medios de comunicación— chamuscada y humeante madre.
Nada
presagiaba entonces, que veintidós años después, estudiando educación en La Cantuta,
Keiko López se sintiera incómoda cada vez que sus compañeros, seguidores del
grupo NO a Keiko, activistas políticos del Fujimori nunca más, evitaran hablar
de sus proyectos políticos delante de ella, que la vieran como una espía, o que
acaso, en la más extraña de las compasiones, evitaran hablar de política para
no ofender su militancia fujimorista.
Pero Keiko López no era fujimorista. De hecho, nadie
odiaba más el nombre de Keiko que ella, no lo odiaba por fines políticos, no
odiaba a su portadora original, lo odiaba porque le negaba su propia
personalidad, porque sentía que al verla no veían sino a un remedo de la otra Keiko,
la hacía invisible. Así fue como día a día, lacia, aún rolliza y achinadita,
Keiko López detestaba cada día más ese nombre que la había acosado en la
escuela, en la academia Aduni y que la acosaba ahora en el medio universitario.
Grande
fue su desgracia cuando se torció el pie antes de la primera marcha del Keiko
no va. Entonces sintió que se hizo más agudo el silencio, que la campaña la
aislaba, la sumía en la soledad más absoluta. En vano compartía con demencia
todos los mensajes de Keiko no va que se colgaban, las imágenes del Panfleto,
los memes más osados, la ausencia de “likes” le decía que sus amigos la habían
bloqueado, que acaso la ignoraban hasta en las redes sociales por su
nombrecito. Desesperada, les dijo a sus padres entre llantos que le habían
jodido la vida ¡jo-di-do la vi-da! Al ponerle ese nombre, que no era un nombre
que era una chapa, una burla, el nombre de un gato o un hámster, pero no de una
hija.
Mientras
sollozaba, su padre le puso una mano en el hombro.
—No
llores, hijita —le dijo el hombre conmovido— ¿Y si en vez de ir en contra, te
unes a los seguidores de Keiko?, no odies a Keiko…
Keiko
dejó de oír, solo escuchaba una multitud de voces en su mente, voces que
hablaban de ella, que cuchicheaban y la acosaban una y otra vez. Quiso decirle
a su padre que no odiaba a Keiko, que odiaba el no poder decir No a Keiko, que
odiaba su nombre que la convertía en la nada, pero se quedó callada.
Esa
tarde Keiko hizo una breve siesta. Soñó que una multitud de fujimoristas la
cargaba en hombros. Martha Chávez levantaba la Constitución del 93 a su lado,
Luisa María Cuculiza arengaba a desaparecer a alguien, el congresista Aguinaga
le sonreía, la enfermera de Fujimori, aguja en mano, ofrecía inyectar una buena
dosis de viagra a cualquier adulto
mayor, y todo era alegría. Todos vitoreaban la libertad del expresidente
prisionero en la base naval.
Al
despertar, aterrada, se cambió de ropa, salió a la calle y subió a un microbús. Bajó
unas cuadras antes de su destino porque amedrentado por el tráfico, el chofer decidió cambiar de ruta. No le
importaba, caminó a paso firme. Pronto oyó el ruido de voces y bombos, música
alegre y bullanguera. Un aire de complicidad entró a sus pulmones, estaba en la
Plaza San Martín. Se acercó a un grupo de chicas que cantaban contra las
esterilizaciones forzadas mientras tocaban tambores, era la batucada. Allí,
anónima y sin que nadie la reconociera Keiko empezó a cantar a viva voz el himno
que siempre había querido cantar:
¡Keiko
no va!, ¡Keiko no va!
Mientras
cantaba, unas lágrimas de felicidad corrían por sus mejillas, en ese instante
era libre.
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Foto de La República
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Foto de La República