viernes, 15 de julio de 2016

Keiko sí va - crónica de odio

Decía mi amigo el matador que hay gente a la que de pequeños no los dejaron tener mascota, y cuando tienen hijos les ponen a esos infelices los nombres que hubieran querido ponerles a sus mascotas jamás habidas. Legiones de estos casos llenan los registros civiles peruanos del Reniec (vea en el enlace los casos de Gokú, Chuck Norris y otros haciendo clic aquí).  Nuestra historia es una de aquellas

Cuando Eulogio y Martina López vieron a la bebé rolliza, achinadita y sonriente que les traía la enfermera no lo pensaron demasiado, su nombre sería Keiko. Corría entonces el año de 1994, y sus padres declarados fujimoristas, creyeron que ese nombre quizá le depararía un buen futuro a su hija, a imitación de la hija del entonces Presidente de la República, una joven de generosas carnes que acababa de asumir el rol de Primera Dama ante la salida de su —según dijo luego a los medios de comunicación— chamuscada y humeante madre.

Nada presagiaba entonces, que veintidós años después, estudiando educación en La Cantuta, Keiko López se sintiera incómoda cada vez que sus compañeros, seguidores del grupo NO a Keiko, activistas políticos del Fujimori nunca más, evitaran hablar de sus proyectos políticos delante de ella, que la vieran como una espía, o que acaso, en la más extraña de las compasiones, evitaran hablar de política para no ofender su militancia fujimorista.

Pero Keiko López no era fujimorista. De hecho, nadie odiaba más el nombre de Keiko que ella, no lo odiaba por fines políticos, no odiaba a su portadora original, lo odiaba porque le negaba su propia personalidad, porque sentía que al verla no veían sino a un remedo de la otra Keiko, la hacía invisible. Así fue como día a día, lacia, aún rolliza y achinadita, Keiko López detestaba cada día más ese nombre que la había acosado en la escuela, en la academia Aduni y que la acosaba ahora en el medio universitario.

Grande fue su desgracia cuando se torció el pie antes de la primera marcha del Keiko no va. Entonces sintió que se hizo más agudo el silencio, que la campaña la aislaba, la sumía en la soledad más absoluta. En vano compartía con demencia todos los mensajes de Keiko no va que se colgaban, las imágenes del Panfleto, los memes más osados, la ausencia de “likes” le decía que sus amigos la habían bloqueado, que acaso la ignoraban hasta en las redes sociales por su nombrecito. Desesperada, les dijo a sus padres entre llantos que le habían jodido la vida ¡jo-di-do la vi-da! Al ponerle ese nombre, que no era un nombre que era una chapa, una burla, el nombre de un gato o un hámster, pero no de una hija.

Mientras sollozaba, su padre le puso una mano en el hombro.

—No llores, hijita —le dijo el hombre conmovido— ¿Y si en vez de ir en contra, te unes a los seguidores de Keiko?, no odies a Keiko…

Keiko dejó de oír, solo escuchaba una multitud de voces en su mente, voces que hablaban de ella, que cuchicheaban y la acosaban una y otra vez. Quiso decirle a su padre que no odiaba a Keiko, que odiaba el no poder decir No a Keiko, que odiaba su nombre que la convertía en la nada, pero se quedó callada.

Esa tarde Keiko hizo una breve siesta. Soñó que una multitud de fujimoristas la cargaba en hombros. Martha Chávez levantaba la Constitución del 93 a su lado, Luisa María Cuculiza arengaba a desaparecer a alguien, el congresista Aguinaga le sonreía, la enfermera de Fujimori, aguja en mano, ofrecía inyectar una buena  dosis de viagra a cualquier adulto mayor, y todo era alegría. Todos vitoreaban la libertad del expresidente prisionero en la base naval.

Al despertar, aterrada, se cambió de ropa, salió a la calle y subió a un microbús. Bajó unas cuadras antes de su destino porque amedrentado por el tráfico, el chofer decidió cambiar de ruta. No le importaba, caminó a paso firme. Pronto oyó el ruido de voces y bombos, música alegre y bullanguera. Un aire de complicidad entró a sus pulmones, estaba en la Plaza San Martín. Se acercó a un grupo de chicas que cantaban contra las esterilizaciones forzadas mientras tocaban tambores, era la batucada. Allí, anónima y sin que nadie la reconociera Keiko empezó a cantar a viva voz el himno que siempre había querido cantar:

¡Keiko no va!, ¡Keiko no va!

Mientras cantaba, unas lágrimas de felicidad corrían por sus mejillas, en ese instante era libre.

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Foto de La República