viernes, 2 de diciembre de 2011

El cumpleaños...


Ahora que ha pasado mi cumpleaños, acabo de recordar un cumpleaños especial. Fue el dos mil dos, si mal no recuerdo. Fue martes, eso sí lo recuerdo. Ese día llegué algo preocupado. Esperaba sinceramente que mis amigos los agorenses no recordaran que era mi cumpleaños. Sabía que a esas alturas dicha opción resultaba prácticamente imposible —más aun si teníamos en cuenta las bochornosas circunstancias, que ya contaré, ocurridas en los días previos— sin embargo, la esperanza era lo último que se perdía. Camino a la universidad repasé esos tétricos —para mí, al menos, lo fueron— días anteriores. Me acerqué a los servicios de internet que ofrecen en la Biblioteca Central, y en un intento, tan desesperado como vano e iluso, por salvar mi pellejo, que empezaba a tener una textura gallinácea, envié un mensaje para la gente del Ágora. No recuerdo muy bien los términos, sin embargo, en líneas generales decía algo así como:

Muchanchos:
Les pido, es más les ruego encarecidamente, que no vayan a hacerme pasar una vergüenza de esas a las que últimamente parecemos predestinados. Por favor, si quieren saludarme, vengan y nos echamos un par de cervezas como el buen Baco manda. Pero, por favor, olviden la idea de la ridícula torta, los cánticos, sombreritos y eso. Se los pido realmente de corazón. Si aun así deciden hacerme quedar en ridículo me encargaré de vengarme personalmente de cada uno de ustedes... ¡Malditos!

Envié el mensaje e ingresé al aula. Sabía que no lo leerían, pero el enviarlo me hizo sentir un poco mejor. Recuerdo vagamente la clase, era del curso Literatura Universal. El profesor habló de Umberto Eco y El nombre de la Rosa. Aunque el tema me interesaba, atendía sólo por momentos, de más está decir que toda mi mente estaba pendiente de los extramuros del salón de clases. Imaginaba a Boris, tal como lo había prometido, ataviado con su enorme casaca marrón y un gorrito cónico —y cómico, dicho sea de paso—, llevando en las manos un torta que probablemente diría algo tan vergonzoso como ¡Feliz cumpleaños Ruchi! A su lado, Gonzalo y Percy esperarían ansiosos que se abriera el salón para en el último instante huir o entrar. Mientras el profesor mencionaba algo acerca del dinamismo de la novela policial, imaginé que Gonzalo entraría muy campante detrás de Boris y su disfraz de payaso de feria. Percy, algo dudoso, ingresaría luego, balanceándose al andar y forzando una sonrisa, obligado por las circunstancias, y yo me sentiría traicionado como Jesús o César, debiendo fingir una sonrisa amable. Coque Boris, fili mihi.

Mientras se intentaba diseccionar a Eco, recordé los sucesos del día anterior, casi pude ver aquel instante en que Boris dijo muy suelto de huesos, que todo tenía que salir bien porque él ya había planeado todo para que nos divirtiéramos. La fiesta, claro estaba, era suya. Yo debía presentarle las chicas de mi salón, y él se las llevaría a degustar comida china. Todo sería muy fácil, y divertido, solo había que seguirlo y listo. El estandarte de la corriente opositora a los planes de Boris, lo llevaba hidalgamente Gonzalo. Gonzalo obviamente había pisado algo más de calle que su oponente y propuso reunirnos con las mismas mozas, para celebrar con un brindis y luego, ir a bailar —haríamos el intento, al menos— y seguir tomando, no una borrachera, sino algo como para alegrarse y conocerse mejor. Me pareció una opción más racional, sin embargo en ambas lo común era que yo les presentaría a unas féminas que aún no conocían, y ellos se divertirían a más no poder. Al final de la jornada, todos felices y contentos. Me senté a escuchar como Boris y Gonzalo discutían, sobre cuál sería la mejor manera de pasarla bien con unas muchachas que no eran suyas —aunque ya se las habían repartido— en un cumpleaños que tampoco era suyo y con un dinero que por supuesto tampoco era suyo, ya que debían pedirle efectivo a Percy. En un momento Percy, que también había guardado silencio alzó la voz y dijo:

—Señores —Percy sentenció apuntando con el dedo índice hacia el cielo—, todo está bien, pero pregúntenle al hombre qué quiere, al final de cuentas… es su cumpleaños.

Consultado por compromiso, y a sabiendas de que poco o nada importaba ya en esos instantes mi opinión, me pronuncié a favor de la propuesta de Gonzalo. Boris se alteró un tanto, no dio su brazo a torcer y antes de irse refunfuñando nos amenazó asegurando que no importaba lo que quisiéramos hacer, porque él ya había planeado cuidadosamente cómo celebrar mi cumpleaños, que traería una sorpresa, y que por último nadie podría evitarlo, porque yo era su amigo y él, bueno, él quería celebrar mi cumpleaños con bombos y platillos, como era debido.

Cuando el profesor dijo que era la hora de tomarse un breve receso de quince minutos sentí algo semejante a un nudo genital en la garganta. Pensé en desaparecer, en huir nuevamente lanzándome por la ventana como lo había hecho la vez de las flores. Me dije que lo que debía hacer era interceptar a Boris y golpearlo en la quijada con toda la violencia del caso, lo derribaría y con él a su torta. El ridículo sería suyo, echado como un pelmazo con la torta en la cara. Quizá así podría desviar la atención y salvar mi desmejorado honor. Apenas se puso en pie el profesor salí presuroso, dispuesto a noquear a Boris —juro que esa era mi intención— sin embargo lo encontré sentado tranquilamente en la baranda, junto a Gonzalo. No habían traído la torta ni los estúpidos gorritos.

—¡Eh, feliz cumpleaños, compadre!— dijeron al unísono.

Respiré hondo y lentamente. Mis peores temores habían quedado de lado y podía al fin sonreír feliz de la vida. No exagero al decir que estuve feliz, como no lo había estado ni lo estaré en mucho tiempo. Con una amplia sonrisa me acerqué a saludarlos.

—No pude traer las cosas, Percy no se quedó— agregó Boris algo molesto y acongojado por no haber podido llevar a cabo su cometido, y por la falta de liquidez.
—No te preocupes hermano, esto es lo que yo realmente esperaba, un sincero: «feliz cumpleaños», eso y nada más, nada de vergüenzas conmigo— dije sin poder ocultar mi alegría.

Ilusamente creí que las cosas quedarían ahí, que no iba a pasar vergüenza alguna, pero olvidaba que estaba hablando con Boris, el maestro de lo inverosímil, aquel individuo que, actuando junto con nosotros —sería injusto quitarnos el mérito correspondiente— era capaz de llevar el ridículo a la condición de arte virtuosa. Sí, en ese momento había olvidado que habían prometido ir al día siguiente, el miércoles, para bailar con algunas de las chicas.

El miércoles fue literalmente un día de miércoles. Tras los saludos respectivos, empezaron las actitudes extrañas. Hasta ahora no sé si ellas se acordaron o no, de la susodicha reunión que teníamos para ir a danzar —teóricamente, para danzar como lo hacían nuestros ancestros cavernícolas, en sus oscuras grutas, antes de dedicarse a follar a la luz de las teas—, o si acaso no les dio la gana de venir o algo así, lo cierto, es que estuvieron sentadas a unos metros de donde mi patético —en ese momento lo éramos— grupo de amigos aguardaba. Tras una media hora la espera terminó por exasperar a Boris, quien, cuando las féminas se retiraron, no tuvo mejor idea que alzar los brazos y clamar a los cuatro vientos nuestro infortunio, que en realidad era el suyo propio, ya que a esas alturas, los demás simplemente queríamos libar como Baco ordena a sus huestes. Para mala suerte nuestra una de ellas se había retrasado y al lado de su enamorado vio el deplorable espectáculo de un grupo de adultos, casi geriátricos, en el que uno de ellos lloraba porque quería ir a bailar como si fuera un mozalbete.

Tras las bochornosas situaciones Boris dijo que no quería beber licor —esto es algo que él no hacía porque aseguraba que su decencia se lo impedía— como los demás. Algo irritados, decidimos ignorarlo e ir. Decepcionado, él se fue a su casa cabizbajo. Cuando volteamos, sólo vimos a lo lejos, su figura que se alejaba a paso lento. Pensamos en detenerlo y no dejarlo solo, pero acordamos sin mediar palabra que no podíamos ceder cada vez que decidía no hacer algo. Seguimos caminando a paso firme con dirección a las cantinas. Con los primeros sorbos de cerveza nuestros papelones quedaron de lado y sólo nos sirvieron para reír a mandíbula batiente, no sin antes soltar un par de insultos y burlas para con el bueno de Boris.