domingo, 6 de febrero de 2011

La Fina Hierba

I

Mi abuela materna me enseñó a limpiar pescado. Sé que dicho así de plano no suena como algo muy interesante y que alguien podría burlarse de mí y decir que a él su abuela le enseñó cosas más trascendentes como leer, desarrollar ecuaciones diferenciales o quién sabe, escribir poemas, a mí la abuela me enseñó a limpiar pescado y prepararlo y eso me sirvió para trabajar y realizar uno de los sueños de mi niñez, conocer a un escritor como los que solo había visto en las fotografías.

Sí, la abuela me enseñó a quitarles las escamas a los peces raspándolos apenas con el cuchillo con un grácil movimiento que iba desde la cola hacia la cabeza en un ir y venir rítmico que al cabo de unos segundos hacía que las escamas, entonces, hábilmente estocadas por mi abuela, volaran por los aires para que el producto marino, antes rasposo como un zapato viejo, quedara liso como un delicado trozo de seda.

Mucho tiempo después, cuando entré a trabajar a un restaurante de comida peruana, recordé con frecuencia aquellas enseñanzas de matriarca que tan sabiamente me había impartido mi abuela materna. El restaurante se llamaba curiosamente La Fina Hierba y era regentado con puño de hierro por un descomunal cocinero llamado Luis Alfonso Gordillo Salvatierra de los Ríos, quien ocupaba su tiempo en hablar de sus estudios en Francia, gritar lisuras, consumir marihuana y hacer llorar a su timorata esposa.

Allí, en medio de gimoteos femeninos, gritos autoritarios y mucha, pero mucha comida empecé mi carrera culinaria. Antes solo había cocinado en mi casa, pero me defendía por lo aprendido en la niñez y era así que cuando me preguntaban de dónde provenía mi afición a la cocina yo respondía diciendo que era una cosa de la niñez, que casi se perdía en el tiempo y que mientras que a mis hermanos mayores mi abuelo los llevaba a medir terrenos para elaborar planos, a mí mi Mama —si vamos a estar hablando de ella, debo contarles que así le decía yo a ella—, para no dejarme solo en la casa, me llevaba todas las tardes al mercado antiguo de Huacho para hacer las compras y luego, ya en casa, me enseñaba a preparar la cena para los que habían salido.

Nunca me quejé, no podría haberlo hecho. Lo mío era eso y me gustaba hacerlo, realmente disfrutaba salir y ver cómo los vendedores de pescado bajaban enormes canastas llenas de lo recolectado por las bolicheras en las jornadas diarias me parecía asombroso, lo mismo cuando veía un cangrejo moviendo sus tenazas como si fuera una araña acorazada y era también lo mismo cuando mi Mama me llevaba de regreso a casa y me conversaba mientras limpiaba el pescado, enseñándome a abrirlo y dejarlo listo para el filete. Pero esa del pescado no fue la única historia que me entretuve en contar durante aquellos años.

También dije alguna vez que uno de mis antepasados por línea paterna fue un negro liberto de apellido Panizo que había llegado a ser cocinero del general Don José de San Martín durante la gesta independentista. Nunca supe si algo de eso era cierto o falso. Lo que sí era cierto era que el cocinero Panizo existió y que mis bisabuelos paternos fueron un español de apellido Robles Canales y una mujer negra de apellido Flores Panizo, así que… alguna relación podía haber habido. Si a todo eso le sumamos el hecho de que mi abuelo paterno era el más conocido y afamado cultor de la culinaria felina —decirle comegatos al abuelo suena un poco feo—del barrio de Malambo, entonces como que las cosas iban acomodándose para sumar una seguidilla de posibles eventos que pueden respaldar un poco mi historia.

En verdad no inventaba esas cosas por mitómano, lo hacía para entretenerme y entretener a mis compañeros de trabajo mientras pelábamos kilos y kilos de papas encerrados en una cocina que parecía estar diseñada para que los que se cocinaran a fuego lento allí fuésemos nosotros, los sudorosos trabajadores.

Al principio mis compañeros de trabajo habían creído mis ocurrencias, luego, dándose cuenta del lado gracioso que contenían —porque mi intención no era engañar, sino entretener—, me dijeron que como tenía ingenio —eso dijeron— sería bueno que hablara más con don Rafo, el mozo. Cuando les pregunté que qué tenía de especial don Rafo, uno de ellos, llamado Tony, me dijo que don Rafo era algo semejante a un sabio, un genio loco de esos que uno nunca termina de saber ni qué es lo que hacen trabajando junto a uno siendo ellos tan inteligentes, ni qué es lo que quieren hacer con sus vidas. Yo, muy intrigado continué inquiriendo por el escritor mozo, entonces mi otro compañero de trabajo, llamado Marco Tulio, tomó algo de aire y sin hacerse tantos problemas me explicó a grandes rasgos que el misterioso individuo no era sino un novelista excéntrico que se había dedicado a trabajar de mozo para conocer al hombre cotidiano en su terreno y así crear sus personajes.

Los días sucesivos me limité a observar a don Rafo. Siempre había querido conocer a un novelista, saber cómo era que trabajaban esos creadores, esos artistas de la palabra. Lo quise saber mientras estudiaba en el colegio. Me preguntaba cómo trabajarían las mentes de esos caballeros. Y entonces miraba una vieja fotografía en blanco y negro que el profesor de literatura había colgado en la pared del aula, en la que se podía ver abrazados a —recuerdo sus nombres— Gabriel García Márquez, Jorge Edwards, Mario Vargas Llosa, José Donoso y Muñoz Suaz.



—Esos hombres —decía el profesor, los ojos desorbitados, como poseído por un espíritu maligno mientras señalaba la fotografía—, esos hombres de allí pusieron a Latinoamérica el sitial que le correspondía. No fue Rubén Darío, fue la literatura del Boom, los novelistas, esos creadores.

Y yo miraba la fotografía, y me quedaba viendo a esos hombres patilludos, sonrientes, abrazados y ataviados con guayaberas como las que había usado mi padre y tras ellos enormes filas de libros apilados en una biblioteca más, mucho más grande que la del colegio e intentaba recrear en mi mente cuán sofisticadas serían sus conversaciones —jamás se me ocurrió, por ejemplo que se reunieran para hablar de las chicas que les gustaban o que planificaran algo tan trivial como acudir a bailar a una discoteca— e imaginaba cuán interesante sería poder conocer a alguno de ellos.

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