He estado esperando a la señorita Sandra durante las dos últimas horas. Desde el carro veo la luz de su oficina encendida. He vuelto a contar los pisos una y otra vez hasta cerciorarme que sí, que la luz proviene del piso doce, que es donde ella trabaja. El agente de seguridad me ha saludado con un gesto afable, señala su reloj y me enseña las palmas de las manos. Me encojo de hombros para indicarle que no me queda otra más que seguir esperando.
La recogeré y la llevaré donde su padre que quizá me invite a pasar y a tomar una taza de café. Me negaré e inventaré alguna excusa pero no podré dejar de mirar la lata de café instantáneo. No sé cuánto cuestan esas latas extrañas, solo sé que son caras y que nunca podré beber una de esas tazas en mi casa, porque es un café granulado que nunca había visto «lo envía mi prima de Boston», me dice la señorita Sandra y agrega que se disuelve como por arte de magia al caer en la taza.
Mi casa, digo mi casa y es solo una frase suelta. Me parece, Patricia, que me quieres engañar, no sé, tal vez ya lo hiciste, soy un cornudo, un chofer cornudo. Me atiendes en silencio y casi ni me miras a los ojos. Quizá solo me odies por ser un simple chofer. Cuando quiero hablarte me esquivas, ya no me has vuelto a decir que podemos seguir tratando de tener hijos, que podemos adoptar.
En unos minutos vendrá la señorita Sandra y me contará lo que han hecho en el trabajo y citará nombres, cifras y leyes ajenas, y yo la escucharé en silencio, sin responderle ni interrumpirla, porque ese no es mi trabajo y porque realmente no entiendo bien de qué clase de cosas me habla. Me he dado cuenta que para ella casi no existo, que cumplo la función de una pera de boxear a la que ella, como furiosos puñetazos, lanza sus andanadas de palabras.
«Imagínate que el idiota del gerente me dijo que revisara tal o cual cosa», me dice y me habla de papeles y trámites que nunca he visto y que por tanto, no entiendo. Lo hace para desfogarse, es claro que no le importa mi opinión. Le basta con que diga algo que apoye su furia, algo tan simple como un «qué barbaridad».
La verdad, no me importa lo que habla. Yo soy como las peras, que reciben los golpes, pero no los sienten.
Es semejante a esos años en los que iba y la recogía del colegio; y ella se sentaba en el asiento de atrás y cantaba canciones en inglés que su maestra le había enseñado. Yo entonces le seguía el juego, mientras ella me contaba de las nuevas palabras que había aprendido. Y es en el fondo siempre ha sido la misma historia que pasaba cuando ella creció y ya tenía enamorado y no me contaba nada, porque odiaba que me enviaran a recogerla. Y volvió a hablarme cuando su madre le dijo que no se preocupara que ya no la iba a recoger, sino cuando ella quisiera.
Ahora parece que se ha olvidado de todo y sube al carro para empezar a hablar como una cotorra.
He estado esperándola un poco más de lo habitual. El guardia de seguridad me ha vuelto a saludar. Hace un gesto señalando hacia arriba y se encoge de hombros. Nuevamente me encojo de hombros a manera de respuesta. El hombre señala nuevamente su reloj de pulsera.
Ahí viene la señorita Sandra. Se sentará en el asiento posterior y lanzará su cartera al asiento de al lado. Seguramente me va a contar por qué se demoró tanto en salir. La veo llegar con su expresión colérica. ¿Me engañará Patricia?
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Cuento aparecido en la fenecida revista Marginalia.
La recogeré y la llevaré donde su padre que quizá me invite a pasar y a tomar una taza de café. Me negaré e inventaré alguna excusa pero no podré dejar de mirar la lata de café instantáneo. No sé cuánto cuestan esas latas extrañas, solo sé que son caras y que nunca podré beber una de esas tazas en mi casa, porque es un café granulado que nunca había visto «lo envía mi prima de Boston», me dice la señorita Sandra y agrega que se disuelve como por arte de magia al caer en la taza.
Mi casa, digo mi casa y es solo una frase suelta. Me parece, Patricia, que me quieres engañar, no sé, tal vez ya lo hiciste, soy un cornudo, un chofer cornudo. Me atiendes en silencio y casi ni me miras a los ojos. Quizá solo me odies por ser un simple chofer. Cuando quiero hablarte me esquivas, ya no me has vuelto a decir que podemos seguir tratando de tener hijos, que podemos adoptar.
En unos minutos vendrá la señorita Sandra y me contará lo que han hecho en el trabajo y citará nombres, cifras y leyes ajenas, y yo la escucharé en silencio, sin responderle ni interrumpirla, porque ese no es mi trabajo y porque realmente no entiendo bien de qué clase de cosas me habla. Me he dado cuenta que para ella casi no existo, que cumplo la función de una pera de boxear a la que ella, como furiosos puñetazos, lanza sus andanadas de palabras.
«Imagínate que el idiota del gerente me dijo que revisara tal o cual cosa», me dice y me habla de papeles y trámites que nunca he visto y que por tanto, no entiendo. Lo hace para desfogarse, es claro que no le importa mi opinión. Le basta con que diga algo que apoye su furia, algo tan simple como un «qué barbaridad».
La verdad, no me importa lo que habla. Yo soy como las peras, que reciben los golpes, pero no los sienten.
Es semejante a esos años en los que iba y la recogía del colegio; y ella se sentaba en el asiento de atrás y cantaba canciones en inglés que su maestra le había enseñado. Yo entonces le seguía el juego, mientras ella me contaba de las nuevas palabras que había aprendido. Y es en el fondo siempre ha sido la misma historia que pasaba cuando ella creció y ya tenía enamorado y no me contaba nada, porque odiaba que me enviaran a recogerla. Y volvió a hablarme cuando su madre le dijo que no se preocupara que ya no la iba a recoger, sino cuando ella quisiera.
Ahora parece que se ha olvidado de todo y sube al carro para empezar a hablar como una cotorra.
He estado esperándola un poco más de lo habitual. El guardia de seguridad me ha vuelto a saludar. Hace un gesto señalando hacia arriba y se encoge de hombros. Nuevamente me encojo de hombros a manera de respuesta. El hombre señala nuevamente su reloj de pulsera.
Ahí viene la señorita Sandra. Se sentará en el asiento posterior y lanzará su cartera al asiento de al lado. Seguramente me va a contar por qué se demoró tanto en salir. La veo llegar con su expresión colérica. ¿Me engañará Patricia?
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Cuento aparecido en la fenecida revista Marginalia.