Nadie puede olvidar que hace 65 años hizo explosión la primera de dos bombas atómica que Estados Unidos lanzó contra el casi derrotado Imperio Japonés. Mucho menos lo olvidan los japoneses, quienes han conmemorado ese fatídico día con una sentida ceremonia en medio de ruinas de lo que un día fue una ciudad repleta de habitantes y hoy, aunque maquillado, es un terreno radioactivo agreste para la vida.
Tiempo después de que el famoso avión Enola Gay dejara caer su fatídica carga sobre el objetivo civil aún seguimos sin entender en qué clase de retorcida mente se puede justificar el atacar una ciudad con tal ensañamiento e irresponsabilidad. Comparados con Hiroshima, el ataque a Pearl Harbor y el mismo —y desde todo punto de vista condenable— ataque a las torres gemelas quedan como inocentes travesuras infantiles. Y es que de los 350,000 habitantes de la ciudad japonesa al menos 90,000 fueron vaporizados, o sea desintegrados por efectos de la explosión de la bomba atómica —en el colmo de la desfachatez llamada «little boy»— y el resto, como el «afortunado» niño de la fotografía, murieron de a pocos, víctimas de la radiación, de la pena, del miedo y sus pesadillas recurrentes en las que un avión B-29 sobrevolaba el cielo azul (en el sueño también eran las 8:15am y en ese mismo sueño algunos pensaban en tomar desayuno o iniciar su jornada de trabajo) y en instantes todo se transformaba en un temible infierno.
Hoy se cumplen 65 años de esa fatídica fecha y hoy las armas nucleares son mucho más devastadoras, hoy se discute que Irán pueda tener acceso a arsenal atómico… La pregunta en el aire es si acaso alguien tiene derecho a poseer semejante género de mecanismos de la muerte. ¿Los defensores de la democracia quizá? La respuesta, amigos míos, como diría Bob Dylan, is blowing in the wind.
Tiempo después de que el famoso avión Enola Gay dejara caer su fatídica carga sobre el objetivo civil aún seguimos sin entender en qué clase de retorcida mente se puede justificar el atacar una ciudad con tal ensañamiento e irresponsabilidad. Comparados con Hiroshima, el ataque a Pearl Harbor y el mismo —y desde todo punto de vista condenable— ataque a las torres gemelas quedan como inocentes travesuras infantiles. Y es que de los 350,000 habitantes de la ciudad japonesa al menos 90,000 fueron vaporizados, o sea desintegrados por efectos de la explosión de la bomba atómica —en el colmo de la desfachatez llamada «little boy»— y el resto, como el «afortunado» niño de la fotografía, murieron de a pocos, víctimas de la radiación, de la pena, del miedo y sus pesadillas recurrentes en las que un avión B-29 sobrevolaba el cielo azul (en el sueño también eran las 8:15am y en ese mismo sueño algunos pensaban en tomar desayuno o iniciar su jornada de trabajo) y en instantes todo se transformaba en un temible infierno.
Hoy se cumplen 65 años de esa fatídica fecha y hoy las armas nucleares son mucho más devastadoras, hoy se discute que Irán pueda tener acceso a arsenal atómico… La pregunta en el aire es si acaso alguien tiene derecho a poseer semejante género de mecanismos de la muerte. ¿Los defensores de la democracia quizá? La respuesta, amigos míos, como diría Bob Dylan, is blowing in the wind.
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