miércoles, 7 de abril de 2010

Crazy Combi en Lima

Inocente como un pitbull entrenado para pelear, y tan inteligente como aquel, el cobrador de combi —víctima de una perniciosa sobredosis de reggaeton, Recargados de Risa y Campeonato Descentralizado de fútbol (opciones tan nocivas para el cerebro como un paro respiratorio de dos horas)— suele atacar a sus clientes, es decir los pasajeros, con su agresiva pregunta.

¿Dónde bajas?

Hay que reconocer dos cosas, una que este pobre muchacho no lo hace de mala fe, o quizá sí, pero es inocente como esa bestia que los pandilleros entrenan para pelear. Es más, es tan inocente que cree que todos son sus «amigos» —aunque nadie se precia de serlo— y es así que tutea y llama «amigo» y «amiga» a propios y extraños. Y es que el cobrador de combi es una víctima hecha victimario, un producto del sistema, un hijo de la necesidad de subsistencia. Alguien por ahí dirá que estoy exagerando y que no todos los cobradores de combi son iguales. A ese que me objeta de esa manera le digo que estoy generalizando para contar la experiencia de uno de estos muchachos que salvó de ser linchado hace unas horas, cuando venía del trabajo a casa.

—Medio es un sol veinte —el cobrador de combi alzó la voz acaso consciente de que ese era su vehículo y que allí quien mandaba era él— paga, paga.
—¿Qué? —la vocecilla de su interlocutora fue casi completamente absorbida por el insufrible repetirse de un abominable reggaeton que estremecía por igual los vidrios y los cerebros de los pasajeros— medio es un sol.

Hasta allí la conversación había pasado casi desapercibida, es lo de todos los días, el cobrador intentando sacarle un sencillo de más al pasajero para hacer acopio de ese excedente y beberse un poco de racumín —el trago y no el raticida—, pero el cobrador cometió el error, envilecido por su creencia de que la mujer debe ser tratada con puño de hierro, de alzar aún más la voz para gritar a los cuatro vidrios (puesto que vientos no había allí), que si la chica no quería pagar debía bajarse de inmediato en el primer paradero, que a la sazón era el más peligroso. «¡Baja!, ¡baja!» gritó muy molesto, «¡Amiga, bájate ya!». La chica, que no era su amiga argumentó en su voz casi inaudible que no podía bajarse en un sitio tan peligroso. Esto pareció enfurecer al cobrador, quien ya casi al borde de un ataque hepático gritó al chofer. «¡Para!, ¡para!, ¡aquí Baja!». Lo que el cobrador no esperaba era que un motín casi lo linchara —al que valgan verdades tuve que unirme— y lo obligara, no solo a llevar a la señorita a un lugar seguro, sino a cambiar esa horrenda música que, según dijo con mucha sapiencia una furibunda señora, «te está atrofiando el cerebro».

Cuando me disponía a bajar en el Hospital Militar, paradero habitual de este caballero, le dije al cobrador.

—Bajo en el hospital.

No tuve que alzar la voz, porque la voz de Gustavo Ceratti apenas se escuchaba en la radio, entonces el cobrador, como si se hubiera convertido un poco en su agredida víctima respondió con un raquítico «Hospital baja», que solo dos tísicos y yo pudimos escuchar. Y es que el muchacho fue por lana y… salió trasquilado. Quizá el tipo creyó que estaba en el jueguito de Facebook del que coloco la imagen.

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