Se llama Heriberto, Heriberto A… y bien podría haber sido el personaje de una novela (no de una telenovela, porque en esas historias los tipos sencillos no venden). Lo conocí en San Marcos. Era él un tipo que sonreía, así, a secas, el que sonreía. Un buen día despertó —imagino— colgado de una hamaca y, sin saber por qué, se dijo que iba a escribir como Neruda. Fue así como salió de su tierra y dejó todo para venir a la capital a cumplir su sueño. No tengo nada en contra de que Heriberto quisiera ser poeta, es solo que siempre le dije —te lo dije, hombre—, que no debería ser Neruda, sino Heriberto A… y que en lugar de intentar reescribir los veinte poemas de amor (como una suerte de Pierre Menard de la jungla) escribiera sobre su cultura, sobre los mitos que escuchó de niño, sobre el cabello negro y sedoso de su madre que lo arrullaba a la orilla del Amazonas, de la exuberante selva densa y llena de misterios. Pero no, él estaba convencido que debía ser el Neruda peruano y fue así como llenaba partes de sus cuadernos de apuntes con poemas perfectamente espantosos en los que hablaba de las olas del mar, de estrellas que tiritaban de frío en una ciudad gélida ajena a sus vivencias y a sus noches sofocantes en Iquitos, y describía de amadas de ojos celestes, cabellos dorados, cosas que —según me confesó alguna vez— nunca había visto, pero creía que sonaban bien como parte de un poema.
Y Heriberto, el tipo de la sonrisa, de tanto escribir del amor se olvidó de su selva, de la orilla de su Amazonas querido y terminó olvidándose también de sonreír. Cuando lo vi sin sonrisa supe que le había pasado lo peor, que se había contagiado de un mal urbano de consecuencias casi incurable y que era consciente de su propia muerte, sí, Heriberto se había hecho citadino y lo que era peor, se había enamorado de una arpía citadina.
Y un buen día Heriberto A…, alejado de su pueblo, de su Amazonas y de su mirada en lo verde de la jungla supo lo que era odiar y —como si reviviera en carne propia todo el daño que los conquistadores españoles infligían a los nativos de Guanahani— supo que el engaño dolía y que lo mejor que podía hacer era internarse en su selva y disparar desde allí sus flechas envenenadas a todo lo que fuera occidental.
La última vez que lo vi se había refugiado en lo más profundo de sus recuerdos que ahora expresaba en acuarelas de cierto donayre. Me invitó a una exposición de pinturas, le dije que no se preocupara, que iría, pero no pude ir. Hace poco me llamó por teléfono. Estaba él ebrio como una pasa y quería invitarme un trago. Le dije que ya no tomaba y empezó a reír como antaño. Realmente preferí pensar que lo escuchaba feliz al otro lado de la línea. Espero que haya recobrado su sonrisa.
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