Un país tan fuertemente curioso y mediatizado como el Perú es el caldo de cultivo ideal para toda clase de dimes y diretes. Si estos tienen que ver con la farándula y con muertes, con mucha mayor razón.
El último de estos asuntos ha sido el de la muerte de la cantante vernacular Alicia Delgado, asesinada de una manera tan escandalosa y -potencialmente mediática- como su propia vida. Tras su muerte se entreteje todo un enredijo de hipótesis, de rostros sospechosos, de pasiones escondidas, de relaciones lésbicas y heterosexuales y claro, de millones en ganancias.
Sin embargo, y de manera muy soterrada, este crimen ha logrado lo impensable, ha mandado a segunda categoría los titulares sobre la crisis política, sobre las protestas al interior del país, sobre la interpelación al primer ministro Yehude Simon y la ministra del Interior, Mercedes Cabanillas, e incluso ha competido con el paro de transportistas más exitoso de los últimos tiempos -el cual dejó a los limeños movilizándose a pie, como sobrevivientes de una catástrofe nuclear-. Nada parece ser lo suficientemente "ruidoso" para competir con el asesinato, con el aura de concupiscencia y celos enfermizos, con la cochinada a la que tan afecto es el público.
No es muy difícil imaginar que las autoridades han de haberse tomado un respiro gracias a este aluvión de portadas sobre un crimen pasional, que sin quererlo, ha servido de distractor, contituyéndose en crimen perfecto, pero perfecto para lo que necesitaba el gobierno, una cortina de humo accidental.
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Foto "cortesía" del diario La República
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