jueves, 11 de diciembre de 2008

El laberinto

Marco se sienta en el sofá grande, extiende los brazos sobre el respaldar como si quisiera abrazar la inmensidad del espacio y contempla su espacio. El departamento ante sus ojos parece enorme. Se pone de pie y da unos pasos. Desde la puerta del dormitorio imagina aquel salón lleno de gente alegre, de amigos y amigas que celebran su asenso laboral en el estudio de abogados. Entra al dormitorio, se sienta en la cama, rebotando en el colchón ortopédico, y piensa que la cama se ve tan sola que pareciera tener frío y que por tanto él lo tendrá también esa noche. Extrae el celular de su bolsillo y marca un número.


—Jorge —dice, echándose en la cama— avísale a Lento, a Felipe y a Oveja Negra que ya vivo solo, me dieron las llaves del depa. Diles que vengan esta noche, que traigan unas amigas, unas bien perras.
—Creo que conozco a las indicadas —responde Jorge—. Pero, tío… ¿Si se aparece tu hembrita?
—Yo me encargo de eso —dice él— Susan no va a estar aquí.
—Genial —responde Jorge—, entonces nos echamos unas aguas. Busca algo para picar, yo tengo algo de blanca para pintar la cancha.


Tras cortar la llamada, Marco queda un rato sentado en la cama, mira a los lados, habla para sí pronunciando dos sílabas: «So-lo», su voz es casi un murmullo. Vuelve a mirar a su alrededor y entonces estalla en una carcajada estruendosa «¡Solo, carajo, al fin solo, por la puta madre!». Ríe hasta que ahoga su risa mordiendo la almohada y pataleando como un niño sobre la cama. Luego de eso se levanta muy contento, enciende el televisor, lanza su ropa sobre al piso y empieza a andar semidesnudo, vestido solo con ropa interior. Va hasta el clóset, hurga en los cajones bajos, saca una paca de marihuana, con los dedos separa un montoncito que mete apuradamente en una pipa artesanal, la prende y fuma tres pitadas. Mientras fuma se queda mirando la calle. Una chica corre por el malecón, lleva una gorra rosada, camiseta blanca y lycra negra. El viento de verano mece los árboles y a los lejos el mar azul y el cielo se confunden en el horizonte.

Vuelve a aspirar algo del humo que le ofrece la pipa, se recuesta y cierra los ojos. En el cielo raso blanco destaca el foco apagado, como si fuera una nave espacial o un ojo mecánico que alguien puso allí para observarlo.

Aletargado, se deja vencer por el sueño. Suena el celular, despertándolo, se acerca a ver. “¿Un mensaje? Jorge de mierda, carajo, por qué no llama, Sucio tacaño”.


Bro, no te olvides, compra algo para comer

Se alisa los cabellos con una mano, toma las llaves de la camioneta. Al llegar al estacionamiento presiona el control, el timbre robótico de la alarma resuena con fuerza, rebotando en las esquinas. Sube al vehículo y sale manejando a la calle. Cerca de la puerta de acceso tiene que proteger sus pupilas del brillo solar colocándose los lentes oscuros que le regaló Susan por su cumpleaños. Deja pasar un auto blanco y se introduce al tráfico de Lima.

Ha avanzado unas cuadras, cuando un auto se le cruza intempestivamente.


—¡Cholo de mierda! —grita, repentinamente al chofer del taxi que le cierra el paso a la altura de 28 de Julio con Paseo de la República, obligándolo a frenar en seco—. Te crees muy pendejo ¿no?
Mira al hombre por la ventana, el tipo le hace un gesto de desprecio alzando la mano derecha, tras lo cual emprende la marcha a toda velocidad. Marco baja la ventana de su lado para asegurarse que el taxista lo escuche y empieza a seguirlo. Su pie se hunde en el acelerador.
—¡Serrano cojudo!, ¡¿crees que me vas a ganar?! —gira el timón a la derecha y luego a la izquierda. Presiona la bocina y grita un par de improperios más, en ese momento todo se nubla.

Cuando abre los ojos ve una bolsa de papas fritas cerca de su cara, un hilo líquido corre por su ceja derecha obligándolo a cerrar los ojos nuevamente.

—¿Estás bien? —pregunta una voz que él escucha lejana. Alguien le toca la muñeca con golpecitos repetitivos.
—Cholo de mierda —dice nuevamente—, carajo por su culpa me voy a cagar la cara como el huevón de Abre los Ojos. ¿Viste esa película, broder? Susan me va a dejar, ya me cagué, carajo. Loco, ¿que tan cagado estoy? ¿Estoy desfigurado? Dímelo sin miedo, a la mierda, dímelo broder, yo soy valiente.
—No estás desfigurado —responde la voz lejana, Marco ve un hombre vestido de blanco, cabello ondulado y brazos velludos como de oso que se acerca a hablarle—, tu cara está perfecta, hermano, ya la quisiera yo para una fiesta.

«Se arruinó la fiesta de mierda. Estoy en una clínica, lo sé. ¿Cómo estará el carro?, felizmente el seguro paga todo. Imagino que el señor Smischek me dará una semana de descanso y que luego podré volver a la oficina. Lo bueno es que no tuve que engañar a Susan, porque esa fiesta si que se las traía. No me duele nada, pero tampoco siento nada, deben ser los analgésicos de mierda. Tal vez he perdido los brazos y ambas piernas, como en una telenovela venezolana donde todo es trágico. Tal vez soy un gusano echado sobre esta cama, como un Gregorio Samsa que un día despierta hecho insecto, o bueno, como una larva de mierda, sin extremidades.»

—Es usted muy linda, sabe —Marco abre los ojos, mira a la enfermera y dibuja una sonrisa en su rostro— disculpe que no me haya afeitado.
—No se preocupe —dice ella, esquivando la mirada de Marco—, señor Patiño, ya podrá afeitarse.
—¿Sabe cuándo puedo salir? —dice él, y luego susurra como para que nadie lo oiga— ¿Sabe? No siento las piernas, ni los brazos, creo que soy una cabeza que habla con… ¿Cuál es su nombre?.
—Carmela —dice ella, mientras le examina las piernas le toca un dedo del pie—, enfermera Carmela Chávez. ¿Siente esto?
—Oh, sí, Carmela —dice él—, sentí mi pie, tiene usted manos maravillosas, me ha curado. La invito a cenar cuando salga.
—Quizá demore más de lo que usted cree —Carmela extiende nuevamente las mantas sobre las piernas de Marco—, señor Patiño. ¿No recuerda usted nada?
—Sí, claro, un —titubea antes de seguir hablando— taxista me cerró y lo estuve persiguiendo para decirle sus verdades.
—¿Recuerda la bicicleta? —dice ella, mientras le examina los ojos apuntándole con una intensa luz amarillenta—. ¿Recuerda al anciano que la manejaba, el jardinero?
Marco hace silencio, aún se siente cegado por la luz. Su mente parece haberse fraccionado entre el momento en que manejaba rápido y ese otro momento en que veía las papas junto a su cara.
—No —responde—, no lo recuerdo. ¿Dónde estaba? ¿Lo atropellé? ¿Está muerto?
—No puedo hablarle de eso —dice la enfermera— pero sí, usted lo atropelló.

No sé cuál es el mundo. Ahora estoy hablando en una esquina del departamento. Malena Irriarte me dice que es mejor alejarnos del bullicio, que siempre ha detestado las fiestas esas en las que la gente baila como recua en celo. La escucho hablar, su voz flota en el aire con ese acento tan colombiano, con esa formalidad que saliendo de sus labios suena a coquetería fina, a seducción elegante, a puro glamour. La observo, está sentada sobre el sillón grande, ella en su vestido rojo resalta como una rosa sobre un terciopelo azul, ha cruzado las piernas y fuma un cigarrillo mentolado. Su figura delgada parece coquetear con esa sección del espacio. Sus pantorrillas descubiertas me obligan a mirarlas, ella se da cuenta, sonríe.

—Yuju —dice, al tiempo que sacude una mano como una reina de belleza—, Marco, estoy aquí arriba.

La miro a los ojos, su voz se mezcla con la de Jorge Castrillón que ha venido a contarme del auto que quiere comprarse. «Es una camioneta Mitsubishi último modelo…. Tienes que verla», me dice Jorge. Ahora se sienta junto a Malena y la abraza. «Habla, flaca, te paseo en mi caña», comenta.
—Ay, Jorge pero qué pesado que es usted. Arrímese un kilómetro —dice ella, al tiempo que lo empuja con el dorso de la mano—, huele usted a hierba barata.
—¿Barata? —Jorge se aleja de ella, la mira sorprendido. Ahora voltea a verme con gesto de indignación—. Marco, ¿alguna vez he fumado porquerías?

—Tiene fiebre— ha dicho Carmela y Marco oye su ovz desde un insoportable estado de sopor.
—Carmela —dice él, al verla—, volvió usted.
—No hable mucho —dice ella.
—El jardinero… dígame. ¿Lo maté? —pregunta Marco—. O sea… ¿Quedó bien muerto, así, que ya no respira, ni su corazón hace bum bum?
—Procure no hablar— Carmela le pone una mano sobre la frente—. Felizmente no es muy alta su fiebre.
—Pero dígame si no tiene sentido —insiste él— ¿Qué hacía un jardinero en una vía rápida?

Cierra los ojos y vuelve a estar en el departamento nuevo. Lento Rodríguez debe de estar hablando de filosofía, siempre hace eso, lo veo con su copa en alto, la chompa de cuello alto y el traje de sastre. Lo dejo hablar, me alejo de su aura intelectual. Ahora se dispara una música electrónica desde alguna esquina. Susan me jala de la mano, me arrastra para bailar, empieza a danzar para mí. Tengo sed, he consumido éxtasis, lo sé, aunque no recuerdo cuándo. La música me envuelve y me dejo envolver, sacudir al ritmo frenético.

—Suéltate más, Marco —ella levanta los brazos y ondula su cuerpo como si fuera una odalisca y yo un jeque, me mira y grita por sobre las ondas sonoras—. ¡Deja que el ritmo fluya, let it be con el universo!

La habitación brilla con luz azul, los cuerpos bailan con los brazos levantados, todos con los brazos levantados, veo siluetas, contornos. Susan no debería haber venido y detrás de mí veo a Jorge arrodillado aspirando dos líneas de cocaína sobre la mesita de centro, usa su tarjeta de crédito para juntar la merca. Quiero gritarle que me guarde un poco, pero Susan me jala hacia sí: “Ignóralo”, me dice. Termino sumergiéndome en la masa de formas azules. La miro a los ojos, me alejo para verla danzar, me acerco a ella, siento la turgencia de sus pechos contra el mío, me olvido de la droga y me sumerjo en ese baile tibio de cuerpos azules y sudorosos en el que ella me deja recorrerla con las manos.

—Gracias por llamarme —me dice Susan, que me ha pasado una mano por el cabello— esta fiesta es una linda sorpresa.
La beso en los labios sin dejar de bailar. En un momento nuestros dientes se golpean, empezamos a reír.

La luz blanca de nuevo.
—Tenemos que amputar —comenta un hombre— pero necesitamos su autorización.
—¡¿Amputar?! —dice Marco, trata de luchar pero su cuerpo no responde—. ¡Oe, chucha tu madre! ¡¿A quién le vas a amputar?! ¡Anda ampútale a la puta que te parió!
—Si no hay otra opción —la voz de su tío Adalberto suena lejana y latosa—, corte, él es un chico valiente.
—¿Tío, no me escuchas? —Marco intenta incorporarse inútilmente—. ¡¿Qué cosa?! ¡¿ Acaso no importa mi opinión, hijos de perra?!

La línea de cocaína está frente a mis ojos, me mira desafiante, yo la observo a ella, la miro fijamente, me siento como un piloto de fórmula uno frente a la línea de partida, esperando que den las señales de fuera. Me arrodillo como para adorarla. Escucho un ruido, golpean la puerta del baño. Dicen que alguien está encerrado allí por más de media hora. No veo a Susan por ningún lado, temo por ella. Susan se interpone entre la línea de cocaína y yo, ahora la imagino en el baño, con las venas cortadas, flotando en un enorme charco rojo, flotando en el jacuzzi que pensaba estrenar con ella.

—Señorita Carmela —susurra él, que siente la cabeza pesada—. Recuerdo una fiesta, ¿sabe? Es una fiesta en mi departamento, la recuerdo cada vez que cierro los ojos. No sé si la sueño o la imagino.

—Marco, qué pena con usted, lo estaba buscando —me dice Malena parada en frente de mí, con ese vestido ceñido que deja ver sus orgullosas tetas de silicona, briosas y tensas como dos de esas pelotas de goma que uno presiona para escapar del estrés— quiero hablarle, pero no aquí, sino en privado.
—Vamos —le digo, volteo hacia donde está Susan y la veo sirviendo bocaditos a unas personas que no conozco, que nunca invité—, hablemos en la sala de televisión.
Mientras camino siguiendo a Malena veo la línea de su espalda, una línea que divide el cuerpo en dos partes iguales, se me antoja verla como un embrión de esos que parecen pallares. Dicotiledónea, la palabra viene a mi mente sin que la evoque voluntariamente, no sé si es correcta. Malena sigue caminando. La imagino con las palmas apoyadas en el escritorio, las piernas semiabiertas, yo de pie, detrás de ella remangándole el vestido rojo sin hacerme mayores problemas, respirándole en la nuca.
—Ahora sí, Marco, cierre la puerta, por favor —dice ella y se sienta, apoyándose apenas en el escritorio. Me mira a los ojos y vuelve a hablar, esta vez en voz más alta—. Marco, yo sé lo del jardinero.

Susan sale intempestivamente del baño, me mira junto a la mesa. Ahora está entre la línea blanca y yo, como una chica que hace girar una bandera de cuadros negros y amarillos en el partidor. La línea sigue sobre la mesa de vidrio, alguien podría soplarla o aspirarla. Susan en la línea de partida.
—¿El jardinero?— pregunto.
—¿Cuál jardinero?— dice Susan. Malena no está cerca.
—No te la aspires —amenazo a Jorge con un gesto, deslizando el índice por el cuello como si fuese un cuchillo— no seas pendejo. Ya regreso.

—Podrá caminar con muletas —dice la voz lejana— y ahora hacen piernas muy buenas en las ortopedias.

Jorge ha aspirado la cocaína, levanta la cara hacia el cielo y sacude la cabeza. Su boca se deforma en una mueca graciosa. De un momento a otro siento asco, asco de Jorge, de su boca torcida, de las palabras que apenas logra pronunciar, de esa fiesta inmunda a la que no sé cómo llegué.

No sé quién soy. Siento un golpe de entendimiento, las cosas se aclaran en mi mente. Yo no soy yo, sino el jardinero que atropellé, soy él imaginando la vida del tipo que lo atropelló. Soy un anciano echado en una cama y tratando de imaginar qué puede pensar un yupie irresponsable que maneja como loco y que vive en un mundo de drogas, pasadazo, rodeado de amigos vacíos y falsos.

Ahora todo es claro, voy en una bicicleta vieja. Visto un pantalón plomo, remangado, veo mis brazos con una camisa blanca a cuadritos, es una camisa vieja y percudida, varias líneas plomas forman los cuadritos. La bicicleta chirria entre mis piernas a cada pedaleada. Un auto frena, siento el contacto pero no siento dolor alguno, todo se hace blanco. Soy un gusano, un gusano que no siente sus extremidades.

—Carmela —pregunto al verla— ¿Me amputaron las extremidades? Dígamelo, soy un gusano, ¿no?
La señorita Carmela me dice que me tranquilice. Siento espuma en la boca, mi voz es pastosa como la de Jorge.
—Soy el jardinero —le digo y no puedo contener el llanto—. Estoy minusválido y ese abogadito no va a pagarme nada. Dígamelo señorita, por favor.
La señorita Carmela se aleja unos segundos, regresa con unas mantas, me abriga y dice algo sobre estar delirando. La veo ajustando unas perillas de una bolsa de suero que cuelga junto a mi cama.
—No se preocupe, Marco —dice ella— esto le va a limpiar la sangre.

La miro en silencio, quiero decirle que soy el jardinero, que me despierte de esta pesadilla, que aún siento el chirriar de la vieja bicicleta entre mis piernas inmateriales.

—El jardinero ha muerto —dice Malena, se acerca, me abraza, aproximando su boca a mi oreja, siento su aliento cálido y húmedo— que pena con usted, Marco, pero tenía que decírselo.
—El jardinero no ha muerto —la tomo del brazo y la jalo con fuerza—, el jardinero soy yo. ¿No lo ves?

Escucho un timbre lejano que se repite una y otra vez, golpean a la puerta del baño. Susan está allí dentro, muerta, pero no me preocupa, sé que no ha muerto, que la imagino, que no existe, que soy un jardinero sin brazos ni piernas.

Abro los ojos, el techo parece bajar y detenerse a unos centímetros de mis ojos. El foco está ahí como una nave espacial que me observa desde el cielo raso. Siento algo de frío, estoy semidesnudo, echado en mi cama, ya empieza a oscurecer. Escucho el silbido de Jorge Castrillón, el timbre apresurado y los golpes que se repiten en la puerta. Me levanto, busco algo de ropa para abrir. La fiesta recién empieza.
--------
Fotografía, parte de la película española Muerte de un ciclista, tomada de ls siguiente dirección página: londres.cervantes.es/.../Ficha45691_22_1.htm