Autor: Antero Guillermo Robles Cruz
Cuando Roberto llegó al bar Concordia, ya departían ahí sus amigos Manuel, Alfredo y Nicolás.
Lo vieron caminar apurado al mostrador, la mirada perdida en el suelo, y pedir
unos cigarrillos. Como era evidente que o los había visto, así que lo llamaron
a gritos.
—¿Qué pasa, hombre, por qué tan
distraído? —dijo Alfredo.
—¿En qué andas? —inquirió
Manuel.
—Nada grave, hermanos, lucho
contra… lucho contra el tiempo. Es que ya saben, yo tratando de escribir, sin
trabajo, de repente leo que han convocado a un concurso de cuentos, resulta que
piden presentar tres… y solo tengo dos. Solo me quedan diez días.
—¡Manuel, cuéntale tu historia
de Chorrillos! —se apresuró a decir Alfredo.
—Sí, cuéntala —apoyó la idea Nicolás.
—Bueno, es una anécdota —se
excusó Manuel—, no sé si dé como para un cuento, pero si te interesa, aquí va.
—Sí, vamos, hermano, cuéntala —rogó
Roberto—, seguro me ayudará.
Túnel de la herradura, "cortesía" de Perú21 |
Fue
hace como quince años, cuando estaba terminando el colegio. Como de costumbre,
estaba llevándole el almuerzo a mi padre, un largo viaje de noventa minutos, veinticinco
kilómetros desde El Rímac hasta Chorrillos. Ya venía yo en el acoplado desde la
Plaza San Martín, cuando el calor de la tarde me empezó a arrullar, y cuando
reaccioné, ya estaba la máquina esa llegando a su ruta final. Ansioso, me
estaba mordiendo las uñas de verme en ese tranvía vacío, cuando el vehículo se
detuvo en seco. Había terminado el viaje, y mi calvario recién empezaba.
—¡Genaro!
¡Genaro, cuatro cafés! —gritó Nicolás frotándose las manos—, que esto ya se
pone bueno.
¿En
qué iba? Ah, ya pues, bajé del tranvía y enrumbé por un largo camino de
herradura. No sé si te he contado, Roberto, pero mi padre era picapedrero, y
trabajaba en las canteras de Chorrillos, allá a la salida del túnel que da a La
Herradura, a la playa, es decir. Bueno, el asunto es que para llegar a las
canteras había que atravesar un inmenso arenal sobre el cual apenas se
distinguían las huellas de los camiones que recogían las piedras pulidas y
labradas que los picapedreros dejaban listas para ser llevadas a las
construcciones.
Ahí
estaba yo, caminando por el oscuro túnel, el sentido del tránsito era contrario
a mí, y como allí había una curva, los autos pasaban cerca de mí a velocidad, obligándome
a caminar pegado al muro, al borde de la calzada, entre tierra y cascajo. Había
entonces yo escuchado toda clase de historias relacionadas con el túnel. Los
amigos de mi padre decían que allí había vampiros, el viejo Rosendo aseguraba
que uno le había quitado el cigarrillo de los labios solo por molestarlo. Don Teobaldo,
el más anciano, nos aconsejaba quedarnos quietos cuando pasara un auto, jamás
tratando de aprovechar su luz para correr, porque, aseguraba, de esos carros
bajaban dos o tres hombres y se han robado a los niños y a las mujeres.
Me
paré asustado a un costado de la calzada. Los autos pasaron raudos sin
percatarse de mi presencia. Nadie se acercaba caminando. Nervioso, me mordí el
labio inferior. Algo debía hacer, pues se hacía tarde y el almuerzo se
enfriaba. Decidí regresar y escalar el cerro, era preferible enfrentar el cerro
desconocido a la luz del día, que ese misterioso túnel de oscuridad perpetua.
Más animado regresé sobre mis pasos hasta llegar a un pequeño sendero que
iniciaba la subida al cerro. Todo esto se me hacía fácil. Sonriendo y con
confianza fui ganando altura vi como dejaba atrás el socavón de la entrada del
túnel.
Pronto
llegué a la cima, era un terraplén llano en cuyo centro se erigía un monumento.
El viento soplaba con fuerza despeinándome y levantando una gran polvareda. Curioso,
me acerqué al monumento y leí la inscripción en la placa:
Tumba
del soldado desconocido
A
mis pocos años no comprendí lo simbólico del mensaje, de manera que, muy
asustado de estar ante una tumba solitaria, busqué el camino que bajaba hacia
el otro lado, pero para sorpresa mía era extenso y conducía hacia la playa,
cuando lo que yo necesitaba era una bajada corta hacia el otro lado del túnel.
Escogí una pendiente que me
pareció adecuada, pero lo hice sin percatarme que unos metros más abajo ella era
arenosa. Ya podrán imaginarse, muchachos cómo fue mi caída. Cuando dejé de
rodar revisé la comida, afortunadamente el portaviandas seguía cerrado. Aguantándome
las lágrimas que se asomaban en mis ojos, tomé el camino hacia las canteras.
Para
mi suerte Don Vicente, un camionero pasó por allí y me recogió. Me dijo que mi
padre de puro hambriento estaría cazando gallinazos para hacer un estofado. Yo
solo imaginaba el tacu tacu que se habría hecho de los frijoles y el arroz
mezclados en mi caída, y pensaba en la explicación que le daría a mi padre por
mi tardanza.
Cuando
llegamos vi unos trabajadores descansando, reposando el almuerzo junto a las
fraguas.
—Hola
chico —me saludó el señor Ramón—, tu papá está arriba. Ha estado dinamitando…
en cualquier momento baja.
Pronto
escuché la potente voz de mi padre llamándome alegremente. Lo vi, estaba
bajando del cerro con mucha habilidad. Unos minutos más tarde estábamos
sentados frente a frente. Me miró en silencio mientras extraía las viandas.
—¿Te caíste? —preguntó
visiblemente preocupado.
No le pude responder, pero las
lágrimas asomaron de mis ojos, rodando por mis mejillas. Me dijo que no me
preocupara, que la comida estaba bien, y que se notaba que no me había hecho ningún
daño. Al hablar me pasó los dedos cariñosamente por los cabellos, para
acomodarlos. Yo entonces le conté de mis peripecias, de mi vergüenza por
haberme caído y en especial por haber tenido miedo del túnel. Él terminó de
almorzar en silencio. Arrimó el portaviandas, y dejándolo a un costado me dijo:
—Escucha, hijo. Quizá yo sea el
culpable porque nunca converso con ustedes. Yo pensé que tus hermanos y tú se
divertían trayéndome la comida, atravesando el túnel, pero… ya ves… estaba
equivocado. Pero no te preocupes, ahora mismo voy a hablar con Rosendo para que
desde mañana su mujer me traiga pensión. Ella ya envía comida a tres
picapedreros, uno más no le creará problemas. Ya no llores, vamos, anímate, no
hay vergüenza en tener miedo, todos lo tenemos alguna vez.
Me paré y lo miré a los ojos.
Quise decirle que entendía lo que me quería decir, que el valiente no es el que
no teme, sino el que se sobrepone al miedo, quise decirle que ese accidente me
iba a servir de lección toda mi vida, que hay cosas que uno debe enfrentar y
vencer. Le puse una mano sobre el hombro.
—No encargues pensión. Mañana
estaré aquí y venceré el túnel. Vasa estar orgulloso de mí como yo de ti —le
dije.
Cuando terminé de hablar me
percaté de que por sus recias mejillas curtidas por el sol resbalaban algunas
lágrimas. Nos abrazamos muy fuerte.
Al despedirme cogí el
portaviandas y me encaminé por el inmenso arenal rumbo al túnel. Mientras
avanzaba pensaba en mi padre. Sabía que no hacía su siesta, que se había puesto
de pie y me seguía con la mirada. Anhelaba que se sintiera tan orgulloso de mí,
como yo lo estaba de él.
Cuando salí del túnel me sentía
grande y libre. Aún sentía el amparo de los ojos de mi padre y había vencido a
un gran rival. Agarré fuerte mi portaviandas y corrí hacia el paradero final
del tranvía.
Esa es mi historia, Roberto, si
te gusta úsala, ella ha sido el secreto detrás de cada esfuerzo en mi vida. Detrás
de cada cosa que emprendí, estaba, acompañándome complacida, la mirada de mi
padre.