I
Sola
y de pie en la diminuta habitación ella enciende la luz blanca. «Adriana», su
voz aflautada se pierde en un susurro mientras observa su imagen de cuerpo
entero reflejada en el espejo grande de la pared. Retrocede un paso y estira
una pierna hacia adelante para verse mejor. «Adriana, el público te espera», el
nuevo susurro se pierde en el aire y ella desliza un dedo por sobre el frío
vidrio como acariciando el rostro reflejado. Con ambas manos se arregla el
peinado desordenado, aplanando en el acto los mechones encaprichados en hacer
su voluntad. Contempla su faz, se maquilla apurada y luego, muy tranquila,
termina de acomodarse la ropa.
—Adriana
Malatesta —pronuncia el nombre, ahora sí con fuerza, y sonríe ligeramente, el
vaho de sus palabras antes de disiparse empaña el vidrio—, vaya que tienes nombre
de puta, hija.
Con
ágiles trazos vuelve a darles color a sus labios, encendiéndolos de un intenso
rojo carmesí. En un instante sus mejillas relucen coloridas y sus párpados se
ocultan bajo precisas líneas azulinas.
Lanza
un beso volado hacia el espejo. Recuerda aquella vez en la que su madre la
llevó a la peluquería. Se ve a sí misma muy pequeña, el cabello largo, crespo y
atado en dos curiosas colitas, camina a pasos menudos, lleva un vestido blanco,
medias cubanitas blancas y zapatitos de charol, se ve también sentada en un
salón de color verde agua repleto de señoras mayores y encopetadas que la
pellizcan mientras le dicen que es la niña más bella que jamás han visto y juegan
a adivinarle el futuro, a leerle la mano para asegurarle que al crecer tendrá el
mundo a sus pies, algunas le envían besos volados, sonríen mostrando en el
ínterin sus dientes disparejos. Más allá otras señoras, con las cabezas metidas
en artefactos semejantes a cascos espaciales, dejan salir sus ojos unos
instantes y se unen al corro lisonjero: «A ver, a ver», y saludan a su madre.
«¿Es tu hija, Rosa?» y le hacen sonrisas falsas dándole coba: «Pero si pareces
una muñequita». «Vas a ser una gran abogada como tu madre», «Eres preciosa,
niña», y vuelven luego a cuchichear entre ellas, terminando por introducir sus
cabezas en los aparejos y sumergirse en las revistas de modas que hojean con
avidez.
La
sirena de un patrullero suena a lo lejos y desde la discoteca del primer piso
llega el eco de carcajadas, gritos y música estridente. Adriana mastica ruidosamente
un chicle, reventando de cuando en cuando algún globito de aire de esos que su
prima Alejandra le enseñó a hacer para molestar a la profesora de inglés. Eso
fue antes de que crecieran y fueran a alojarse en La Molina , en el departamento
grande de Santa Patricia, con el enorme bar y el balcón de vidrio que daba al
parque aquel donde a Rodolfo le gustaba salir a correr en las mañanas.
Se
acomoda un poco más la rebelde cabellera, aplica algo de perfume en el cuello,
en las muñecas y sobre la ropa anterior. Alguien llama a la puerta de madera
con dos golpes secos.
—Adriana
—una voz ronca resuena desde el pasillo—, apúrate, es tu turno.
Apaga
la luz blanca y la habitación entera se sume en un sinfín de formas sinuosas de
tonos anaranjados apenas iluminados por una lámpara ubicada al lado de la cama.
—La
función, amiga —da una última mirada a su reflejo y hace un chasquido con los
dedos—, debe continuar.
Abre
la puerta y baja las escaleras dirigiéndose hacia el salón iluminado y ruidoso.
Un fuerte hedor a cerveza, tabaco y sudor se entremezcla en el aire, ella mira
sus uñas pintadas y avanza al sonar las primeras notas de With or without you de U2.
«Con
ustedes, la única, la incomparable, la bomba sexy, Adriana Malatesta». Las
puertas se abren y, ante un fuerte fulgor, ella dibuja su mejor sonrisa, como
respuesta se deja oír el rugir del público.