Fue curiosa la
historia de Paquito y por si alguien no lo recuerda la contaré. Venía a ofrecernos
algo de droga cuando nos veía tomando. Alocado, hablando unas sesenta palabras por minuto, flaquito como un
fideo cabello de ángel, Paquito nos contó que vivía en La Molina. Vaya uno a saber si
era cierto. Nuestro amigo el Borracho aprovechaba para picarlo, le pedía dinero para un trago
que nunca compraría, no en San Marcos, no ese día al menos, porque el dinero
de Paquito iba directo al bolsillo, y Paquito en un instante imposible de captar pasaba de la alegría más eufórica, al más profundo pesar, y entonces lloraba,
lloraba a mares porque le daba pena la pobreza, porque el Perú sufría y,
carajo, Paquito sufría con él. Muy confundido, se abrazaba del primero que
estuviera cerca, como buscando un hombro amigo.
—¿Han
visto a los niños? —gemía inconsolable Paquito— ¿han visto a esos niños que
lavan carros?
Y
con los ojos bañados lágrimas se maldecía por tener dinero mientras los niños
sufrían, ¿qué había hecho él para merecer una familia adinerada?
Nosotros
lo observábamos en silencio, esperando que se le pasara el llanto y que con
ello hiciera girar el vaso de trago.
—Chupa,
pe, compare —le decía el Borracho impertérrito ante el caudal lacrimal de Paquito—,
llorando y tomando, pe causa.
Pero
cuando Paquito era feliz le gustaba caminar por las cornisas, no, él no le
tenía miedo a la muerte. Qué podía ser peor que vivir en un mundo al que nadie
te invitó a llegar, decía mientras bebía otro vaso apurado y haciendo una extraña
mueca de asco y satisfacción.
Así
era Paquito el arqueólogo, un equilibrista drogadicto, un loco sentimental hasta
el tuétano, un sanmarquino acomplejado de vivir en La Molina.
Un
día desapareció de San Marcos tal y como apareció. Nosotros ya no tomábamos
tanto, los años pasaban y las obligaciones nos iban absorbiendo.
Casi
lo habíamos olvidado, cuando en alguna ocasión, mientras caminábamos con mi pata
Chileno, allá por 1996, escuchamos una voz que nos llamaba, era Paquito. Habría subido unos
diez o quince kilos, nos dijo que ya no se drogaba y que estaba haciendo pesas.
Nos contó al vuelo que nadie lo había llevado a rehabilitarse, él solito se fue
luego de una buena horneada en la que fumó, aspiró y hasta se inyectó algo. Ese
día conoció a la mujer con el cuerpo más infartante que en su farmaceútica puta
vida hubiese visto. Incapacitado para contenerse, Paquito se le acercó, la
abrazó y luego de algunos besos —y estimo que luego de algunas lágrimas de
Paquito, que en esto de llorar era una Magdalena— se fueron a un hotel, donde,
al día siguiente, y presa de un agudo dolor rectal (esa fue su descripción del
caso), Paquito descubrió que la chica era en realidad un barbado muchacho que
yacía calato y tendido junto a él.
—¡Y
el tipo tenía una vainaza! —narró atormentado Paquito.
Fue
luego de ese encuentro, nos refirió, que decidió dejar las drogas. Esa misma
tarde sin siquiera llevar una maleta de mano se fue a un centro de
rehabilitación. Apenas entrado al local comprobó que había cometido un nuevo
error, vio que en nombre de Cristo a los drogadictos los golpeaban por sus
pecados, que los amarraban para evitar que se hicieran daño, y que a cada
instante les decían que ya que habían vivido en medio de la basura de la droga,
ahí merecían estar y les tiraban encima los desperdicios del día.
Paquito,
que como ya dije no podía contenerse, les reclamó airadamente, les dijo que los
drogadictos eran enfermos, y que si bien habían cometido errores, habían pagado
para entrar a ese lugar, que no eran delincuentes para ser tratados de esa
forma y que tenían todos sus derechos ciudadanos íntegros, que si volvían a
maltratar a un adicto él mismo los denunciaría por abuso de autoridad y mala praxis.
El resultado fue que a las dos noches dieron de alta a Paquito, le dijeron que
estaba curado y que no volviera por ahí. Paquito salió de allí jurando vengarse
y preocupado por su futuro.
Una
vez fuera recurrió a su familia, nos dijo que lo internaron en una clínica, que
en ese lugar empezó a ejercitarse y que al salir aprendió a vivir poniéndose
metas breves muy breves, metas como que en la siguiente hora no se drogaría.
—Uno
aprende —aseveró muy tranquilo Paquito— que no puede trazarse metas irreales
como decir: ya nunca me drogaré, o este mes no me drogaré, o esta semana no me
drogaré, o esté día no me drogaré. A veces, incluso, una hora es mucho para mí.
Esa
fue la última vez que vimos a Paquito, se despidió, dijo que iba a clases.
Caminaba despacio, por la rampa como todos, aunque su mano deslizándose por la
cornisa parecía recordar su vieja vida al borde del vacío.