jueves, 19 de marzo de 2015

Paquito el arqueólogo, crónica de un equilibrista volador

Fue curiosa la historia de Paquito y por si alguien no lo recuerda la contaré. Venía a ofrecernos algo de droga cuando nos veía tomando. Alocado, hablando unas sesenta palabras por minuto, flaquito como un fideo cabello de ángel, Paquito nos contó que vivía en La Molina. Vaya uno a saber si era cierto. Nuestro amigo el Borracho aprovechaba para picarlo, le pedía dinero para un trago que nunca compraría, no en San Marcos, no ese día al menos, porque el dinero de Paquito iba directo al bolsillo, y Paquito en un instante imposible de captar pasaba de la alegría más eufórica, al más profundo pesar, y entonces lloraba, lloraba a mares porque le daba pena la pobreza, porque el Perú sufría y, carajo, Paquito sufría con él. Muy confundido, se abrazaba del primero que estuviera cerca, como buscando un hombro amigo.

—¿Han visto a los niños? —gemía inconsolable Paquito— ¿han visto a esos niños que lavan carros?

Y con los ojos bañados lágrimas se maldecía por tener dinero mientras los niños sufrían, ¿qué había hecho él para merecer una familia adinerada?

Nosotros lo observábamos en silencio, esperando que se le pasara el llanto y que con ello hiciera girar el vaso de trago.

—Chupa, pe, compare —le decía el Borracho impertérrito ante el caudal lacrimal de Paquito—, llorando y tomando, pe causa.

Pero cuando Paquito era feliz le gustaba caminar por las cornisas, no, él no le tenía miedo a la muerte. Qué podía ser peor que vivir en un mundo al que nadie te invitó a llegar, decía mientras bebía otro vaso apurado y haciendo una extraña mueca de asco y satisfacción.

Así era Paquito el arqueólogo, un equilibrista drogadicto, un loco sentimental hasta el tuétano, un sanmarquino acomplejado de vivir en La Molina.

Un día desapareció de San Marcos tal y como apareció. Nosotros ya no tomábamos tanto, los años pasaban y las obligaciones nos iban absorbiendo.

Casi lo habíamos olvidado, cuando en alguna ocasión, mientras caminábamos con mi pata Chileno, allá por 1996, escuchamos una voz que nos llamaba, era Paquito. Habría subido unos diez o quince kilos, nos dijo que ya no se drogaba y que estaba haciendo pesas. Nos contó al vuelo que nadie lo había llevado a rehabilitarse, él solito se fue luego de una buena horneada en la que fumó, aspiró y hasta se inyectó algo. Ese día conoció a la mujer con el cuerpo más infartante que en su farmaceútica puta vida hubiese visto. Incapacitado para contenerse, Paquito se le acercó, la abrazó y luego de algunos besos —y estimo que luego de algunas lágrimas de Paquito, que en esto de llorar era una Magdalena— se fueron a un hotel, donde, al día siguiente, y presa de un agudo dolor rectal (esa fue su descripción del caso), Paquito descubrió que la chica era en realidad un barbado muchacho que yacía calato y tendido junto a él.

—¡Y el tipo tenía una vainaza! —narró atormentado Paquito.

Fue luego de ese encuentro, nos refirió, que decidió dejar las drogas. Esa misma tarde sin siquiera llevar una maleta de mano se fue a un centro de rehabilitación. Apenas entrado al local comprobó que había cometido un nuevo error, vio que en nombre de Cristo a los drogadictos los golpeaban por sus pecados, que los amarraban para evitar que se hicieran daño, y que a cada instante les decían que ya que habían vivido en medio de la basura de la droga, ahí merecían estar y les tiraban encima los desperdicios del día.

Paquito, que como ya dije no podía contenerse, les reclamó airadamente, les dijo que los drogadictos eran enfermos, y que si bien habían cometido errores, habían pagado para entrar a ese lugar, que no eran delincuentes para ser tratados de esa forma y que tenían todos sus derechos ciudadanos íntegros, que si volvían a maltratar a un adicto él mismo los denunciaría por abuso de autoridad y mala praxis. El resultado fue que a las dos noches dieron de alta a Paquito, le dijeron que estaba curado y que no volviera por ahí. Paquito salió de allí jurando vengarse y preocupado por su futuro.

Una vez fuera recurrió a su familia, nos dijo que lo internaron en una clínica, que en ese lugar empezó a ejercitarse y que al salir aprendió a vivir poniéndose metas breves muy breves, metas como que en la siguiente hora no se drogaría.

—Uno aprende —aseveró muy tranquilo Paquito— que no puede trazarse metas irreales como decir: ya nunca me drogaré, o este mes no me drogaré, o esta semana no me drogaré, o esté día no me drogaré. A veces, incluso, una hora es mucho para mí.

Esa fue la última vez que vimos a Paquito, se despidió, dijo que iba a clases. Caminaba despacio, por la rampa como todos, aunque su mano deslizándose por la cornisa parecía recordar su vieja vida al borde del vacío.