Sandrita
tenía trece años cuando sus abuelos se enteraron de lo de Jonathan. Hasta antes
de eso, ella era lo único que les quedaba. Tras la muerte de sus hijos: Ernesto, asaltado
por unos pandilleros; y Clorinda, atropellada por un ebrio mientras trabajaba
barriendo las calles, los ancianos lograron salir adelante por su único consuelo, Sandrita,
la nieta de padre desconocido que Clorinda les había dejado. Sin fijarse en el
tiempo, los abuelos la vieron crecer hasta transformarse en una señorita.
—¿Y ahora qué? —Doña Justina lloraba inconsolable—.
Di algo.
El anciano se encogió de hombros. Doña Justina, a gritos, le recriminó su pasividad. Don Eleodoro la miró. Recordó el día que la conoció. Fue en Sihuas, durante el velorio de su abuelo Matías. Todo el día no pudo apartar sus ojos de ella, y se interesó más cuando notó que también lo miraba. Así nació el amor entre ambos primos, un amor de ojos. Tras el entierro y antes de volver a Lima, Eleodoro se acercó a Justina, la abrazó y le dijo que una linda flor como ella no debía llorar, porque con su llanto las estrellas se ocultarían y el sol no querría salir más. Sin pensarlo mucho la besó en los labios, y le dijo que se fuera a Lima con él. Justina respondió que lo haría si se casaban, porque ella no era de las que se escapaban con uno y con otro.
—Y todo el tiempo paras regando esos rosales —doña Justina señaló el jardín en la parte trasera de la casa—. No sé cómo, pero hablarás con él, haz que le cumpla a la niña, si no, me la llevo y tú te quedas con tus rosas.
A la mañana siguiente, y luego de que Sandrita se
fuera al colegio, don Eleodoro le pidió a su esposa que fuera sola a vender al
mercado mientras él hablaba con Jonathan. Trabajó un rato en el jardín y luego
esperó en la puerta de su casa hasta que pasara el vecino. Al verlo lo llamó,
lo hizo pasar y le preguntó por qué se había sobrepasado con su nieta.
—No seas pendejo, tío —dijo Jonathan—, yo no le he hecho nada que no haya estado pidiendo.
Como don Eleodoro le dijo que era un sinvergüenza y que ahora se sabía todo porque Sandrita estaba embarazada, Jonathan respondió que a quién le creerían, a una mocosa ninfómana y un par de vejetes o a un profesional recién graduado, y agregó que le bastaba traer unos testigos que asegurarían que Sandrita era una cualquiera, que habían tenido sexo consentido y que ya nadie iba preso por eso.
—Habrá que ver si ese chibolo es mío —Jonathan empezó a reír—, porque a esa chibola tuya ya se la…
Jonathan no terminó la frase, vio al anciano sonriendo y eso fue todo.
Cuando volvió, doña Justina preguntó cómo había sido la conversación con Jonathan. Don Eleodoro respondió que aquél se negó en un primer momento, pero luego decidió asumir su responsabilidad.
—¿Aceptó?
Don Eleodoro afirmó con la cabeza. Jonathan le dijo que debía hacer un viaje para avisarles a sus padres, y al volver se casaría con Sandrita para hacerse cargo del niño.
—¿Y le creíste? —doña Justina se lamentó—, ya se escapó. ¡Eres incapaz de hacer algo para defender el honor de tu nieta!
Don Eleodoro comentó que Jonathan volvería, porque le había dado su palabra y, mientras su llorosa esposa se lamentaba de su desdicha, se fue a arreglar sus rosales.
—Van a crecer fuertes —don Eleodoro limpiaba la sangre pegada en su lampa—, buen abono les he echado con ese abogadito, buen abono.
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