viernes, 10 de abril de 2015

Con nombre de batalla

I

Sola y de pie en la diminuta habitación ella enciende la luz blanca. «Adriana», su voz aflautada se pierde en un susurro mientras observa su imagen de cuerpo entero reflejada en el espejo grande de la pared. Retrocede un paso y estira una pierna hacia adelante para verse mejor. «Adriana, el público te espera», el nuevo susurro se pierde en el aire y ella desliza un dedo por sobre el frío vidrio como acariciando el rostro reflejado. Con ambas manos se arregla el peinado desordenado, aplanando en el acto los mechones encaprichados en hacer su voluntad. Contempla su faz, se maquilla apurada y luego, muy tranquila, termina de acomodarse la ropa.
—Adriana Malatesta —pronuncia el nombre, ahora sí con fuerza, y sonríe ligeramente, el vaho de sus palabras antes de disiparse empaña el vidrio—, vaya que tienes nombre de puta, hija.
Con ágiles trazos vuelve a darles color a sus labios, encendiéndolos de un intenso rojo carmesí. En un instante sus mejillas relucen coloridas y sus párpados se ocultan bajo precisas líneas azulinas.
Lanza un beso volado hacia el espejo. Recuerda aquella vez en la que su madre la llevó a la peluquería. Se ve a sí misma muy pequeña, el cabello largo, crespo y atado en dos curiosas colitas, camina a pasos menudos, lleva un vestido blanco, medias cubanitas blancas y zapatitos de charol, se ve también sentada en un salón de color verde agua repleto de señoras mayores y encopetadas que la pellizcan mientras le dicen que es la niña más bella que jamás han visto y juegan a adivinarle el futuro, a leerle la mano para asegurarle que al crecer tendrá el mundo a sus pies, algunas le envían besos volados, sonríen mostrando en el ínterin sus dientes disparejos. Más allá otras señoras, con las cabezas metidas en artefactos semejantes a cascos espaciales, dejan salir sus ojos unos instantes y se unen al corro lisonjero: «A ver, a ver», y saludan a su madre. «¿Es tu hija, Rosa?» y le hacen sonrisas falsas dándole coba: «Pero si pareces una muñequita». «Vas a ser una gran abogada como tu madre», «Eres preciosa, niña», y vuelven luego a cuchichear entre ellas, terminando por introducir sus cabezas en los aparejos y sumergirse en las revistas de modas que hojean con avidez.
La sirena de un patrullero suena a lo lejos y desde la discoteca del primer piso llega el eco de carcajadas, gritos y música estridente. Adriana mastica ruidosamente un chicle, reventando de cuando en cuando algún globito de aire de esos que su prima Alejandra le enseñó a hacer para molestar a la profesora de inglés. Eso fue antes de que crecieran y fueran a alojarse en La Molina, en el departamento grande de Santa Patricia, con el enorme bar y el balcón de vidrio que daba al parque aquel donde a Rodolfo le gustaba salir a correr en las mañanas.
Se acomoda un poco más la rebelde cabellera, aplica algo de perfume en el cuello, en las muñecas y sobre la ropa anterior. Alguien llama a la puerta de madera con dos golpes secos.
—Adriana —una voz ronca resuena desde el pasillo—, apúrate, es tu turno.
Apaga la luz blanca y la habitación entera se sume en un sinfín de formas sinuosas de tonos anaranjados apenas iluminados por una lámpara ubicada al lado de la cama.
—La función, amiga —da una última mirada a su reflejo y hace un chasquido con los dedos—, debe continuar.
Abre la puerta y baja las escaleras dirigiéndose hacia el salón iluminado y ruidoso. Un fuerte hedor a cerveza, tabaco y sudor se entremezcla en el aire, ella mira sus uñas pintadas y avanza al sonar las primeras notas de With or without you de U2.
«Con ustedes, la única, la incomparable, la bomba sexy, Adriana Malatesta». Las puertas se abren y, ante un fuerte fulgor, ella dibuja su mejor sonrisa, como respuesta se deja oír el rugir del público.