jueves, 15 de mayo de 2014

El señor Donny - Crónica proletaria

Sierra eléctrica de carnicería
La sierra eléctrica pasó veloz cortando todo a su paso. Con el ruido que hacía la máquina no escuchamos el grito que debió de haber dado el señor Hilario. Cuando volteamos vimos el terrible espectáculo, Dennys Hilario, la manga del traje ensangrentado, trataba de recoger sus dedos regados  entre los huesos de cerdo que había estado cortando segundos antes. Se le veía tranquilo, parecía no darse cuenta de la tragedia que estaba viviendo.
Fue en el tiempo en que entré a un supermercado a trabajar en el área de carnes. Debo confesar que de una manera egoísta me sentí aliviado. Segundos antes la clienta me había pedido que fuera yo quien cortase los dos kilos de huesos.
—Yo los corto —me dijo Hilario, casi empujándome—, tú anda a subir lomo fino de la cámara.
No me quejé, entrar a la cámara frigorífica me parecía una labor suicida, pero mucho más miedo me causaba usar la sierra eléctrica. Los carniceros más antiguos que yo, decían que no usara la sierra porque se notaba que me temblaba el pulso. Sí, allí yo era como el hermano menor de todos.
Todo esto me resultaba curioso porque unos años antes tuve la idea de crear un personaje medianamente intelectual que un día enloquecía y terminaba haciéndolas de obrero para aprender la vida del hombre real. Era aquella una historia algo simple, un estudiante de antropología, seguidor del punk rock, que un día se acomplejaba porque descubría que sus manos parecían las de una señorita junto a las de los obreros, entonces el infeliz tenía la ocurrencia de dejar de teorizar sobre la vida de los proletarios desde una posición —digámoslo así— privilegiada, y se retiraba de la universidad con el fin de unirse a los jornaleros de una fábrica.
         Aunque el sujeto en cuestión no era el héroe de la historia —ni siquiera era un personaje secundario, pues su vida era solo una diminuta anécdota relatada por el personaje principal—, lo cierto era que me gustaba mucho la idea de un teórico de la lucha de clases que terminaba sus días tratando de parecerse a su objeto de estudio.
         La verdad es que la idea —que dicho sea de paso, luego supe, no tenía nada de original— se me ocurrió un día en que viajaba rodeado de obreros y sentí vergüenza de mis manos de universitario, flacuchas y delicadas en comparación con las de los trabajadores, enormes y callosas.
         Entonces yo estudiaba Historia en San Marcos y no podía imaginar que unos años después el destino me convertiría en uno de mis personajes, y que cerca de los cuarenta años acabaría siendo ese subte que luchaba por adaptarse a la vida de sus hermanos obreros. Sí, fue antes de cumplir los cuarenta años, cuando tuve que trabajar en un supermercado, cargando toneladas de kilos de carne de cerdo, parado ocho horas sin poder sentarme un instante, cortando con cuchillo, e incluso con la temible sierra. Sea como fuere, lo cierto fue que esa situación me permitió saber qué había más allá de mi simple idea del subte que se asimila a sus hermanos obreros.
         Para empezar debe uno saber que los hermanos obreros son tipos realmente fuertes, y que esas manotas no son una gracia. Producto de la explotación y el trabajo constante, los hermanos obreros eran capaces de levantar pesos que yo, a riesgo de herniarme, levantaba por puro coraje y búsqueda de dignidad. Pronto comprendí que mi vida de andar pensando el mundo era un terrible inconveniente para estar en el mundo, y era así que tenía que soportar que los hermanos obreros me dijeran cada cinco minutos que tenía que ser más rápido. Sí, yo era el hermanos menor, el calichín, un tipo lento y debilucho que los hermanos obreros miraban con desdén, como esperando ver el momento en que tirara la toalla o alguien la lanzara por mí. Lo que no sabían era que a cada instante me acompañaban como premio consuelo, los versos de El Albatros de Baudelaire, y me decía para mis adentros algo que ni yo mismo me creía, que mis alas de gigante me impedían caminar.
         Sea como fuere, lo cierto era que allí yo era un pigmeo, un vil liliputiense, una nada. Tan solo en la primera semana descubrí con qué facilidad se rompen las venas de los dedos para formar hematomas internos, que el dolor muscular puede llegar a ser un verdadero calvario y que las ampollas de los pies pueden reventar sin que uno siquiera se dé cuenta. Entonces, mientras cargaba esos pesos descomunales y me divertía creando interminables insultos mentales contra mis hermanos obreros —especialmente cuando me venían con la insoportable cantaleta de «apúrate»—, empecé a descubrir cómo habría sido de la vida de mi personaje, el pobre subte al que condené a una vida miserable.      
Alguna vez me dijo mi padre que no escribiera, que no soñara con ser escritor, porque terminaría frustrado. Aquello me lo dijo aquejado por el cáncer y antes de intentar eliminar en el fuego todos sus escritos, que alguna vez —como ahora los míos— llenaron espacios de su vida con pedacitos de ilusión en los que, imagino, él podía al fin salir adelante haciendo aquello que tanto le gustaba.
Vanas ilusiones.
He estado escribiendo a escondidas cada vez que puedo, y siempre lo hago porque no puedo dejar de hacerlo —eliminar mis archivos será más fácil ahora que son creados en una computadora y no en cientos de hojas, como hacía mi padre— y porque a veces creo que es un karma con el cual debo cargar por haber sido un niño medio atormentado que se escondía a contarse historias cuando sentía que nadie lo quería, ese mundo era mejor, allí yo era alguien y la gente me valoraba. Sí, pues, sigo jugando al mismo juego ya de adulto.
Resulta curioso que a veces alguien me diga que es un don el sentarse como loco a escribir cosas que probablemente nadie lea, yo lo considero más un castigo con el cual debo cargar. Sí, he llegado a ser lo que me dijo el balazo al oído, un adulto frustrado, un perfecto inútil en el mundo —como ese albatros del que tanto me acuerdo—, un pobre diablo que se escapa de la realidad todas las noches desvelándose por escribir cosas igual de inútiles que él. Sí, y cuando espero que nunca tenga que decirle a alguno de mis hijos que no quiera ser escritor, volteo a ver hacia atrás, convertido en una estatua de sal, y me da una pena enorme por no haber abrazado a mi padre cuando me lo dijo, porque es triste pensar lo que yo ahora pienso, que no quiero que mis hijos sean como yo y no hay quien te tienda un brazo amigo.
¿Algo más? Hace unos días le vendí medio kilo de cerdo a mi antiguo profesor de la universidad con el que me gustaba hablar de cuestiones antropológicas. Menos mal que no me reconoció.
Pero si mi vida tras abandonar la universidad ha sido trágica, no mucho mejor fue la de Hilario, un par de horas después de que él se mutilara los dedos llegó el dueño de la tienda a revisar cómo se vende la mercadería.
Si hubiera estado allí Hilario, habría corrido como un ratón a saludarlo, agachadito, sumiso y sonriente como una mascota obediente y asustada.
—Hagan bien eso —solía decirnos cada vez que había que envolver algún trabajo—, que es para el señor Donny.
Hilario alguna vez me contó que conocía al señor Donny de toda la vida, que había empezado trabajando para él como carnicero y ahora en el supermercado nuevo ya era el jefe de área.
—El señor Donny es una excelente persona —agregó— y no lo digo solo porque nuestros nombres se parecen.

Sí, Hilario realmente estimaba al señor Donny, y todos lo sabíamos, quizá por eso, aquella vez, mientras el señor Donny se paseaba por la tienda, el jefe de Tienda se acercó y le habló bajito enfrente de mí, le dijo que había ocurrido un accidente, y que Hilario se había volado tres dedos. El señor Donny hizo un silencio de fracciones de segundo, negó con la cabeza y habló como pensando consigo mismo:
—Viejo de mierda.
Esa tarde supe por qué los otros carniceros lo llamaban: Donny. don-hijo de puta.
No podía ser de otra manera, terminé abandonando el barco. Mi frágil remedo de cuerpo no aguantaba el trajín y opté por dar un paso al costado. Sí, apenas duré dos meses, pero fueron intensos y llenos de aprendizajes (en los campos de concentración también se aprendía, me decía mi buen amigo José Carlos Agüero). En todas mis alucinaciones anteriores calculé que dejar ese trabajo sería el momento más feliz de mi vida, y que sencillamente el subte de las manos callosas mandaría a todos al carajo, pero no ha sido así. Antes de retirarme he sentido un gran pesar por los muchachos que siguen en ese lugar. El jefe de área de la mañana, con una letra de trazo tan enclenque como mi enjuto cuerpo, me firmó la carta de renuncia escribiendo su nombre:

Angel Quispe.

Realmente vi en su rostro un cierto pesar, y desde el otro lado de la valla comprendí un poco lo que había querido saber mi personaje. No pude ser como ellos, pero esta experiencia me ha hecho quererlos más. Recién entiendo, como mi personaje subte, qué significa el no haber tenido oportunidades jamás. No sé si me explico bien, no siento pena de dejar ese trabajo, la siento por ellos que no pueden hacerlo —aunque quizá no sean conscientes de su situación, porque a los patrones no les conviene que se sepa en qué consiste la explotación—, y deben someter sus cuerpos a tareas enormes que producen riesgos de lesiones incorregibles, arriesgando su integridad física con la sierra eléctrica, cargando pesos similares a los de sus propios cuerpos día a día.

Esa mañana les dije adiós de mis hermanos obreros con una certeza; el señor Donny no me extrañaría, a lo sumo me despediría con una palabrota.