Fragmento
Faculta de Economía vista desde Ciencias Sociales |
Largas filas de
estudiantes, cuatro tanquetas y varias cuadrillas de militares habían sido
durante mucho tiempo su último recuerdo de San Marcos. Tantos años después, en un
universo ajeno, Julio camina como si fuera un alma en pena que estuviera
recorriendo sus pasos. Mentalmente había recorrido esos mismos lugares
innumerables veces. Respira el aire húmedo que suele haber en la Ciudad Universitaria.
Los alumnos caminan apurados enfrente de él. Chiquillos risueños que podrían
ser sus hijos. Detiene su mirada en la explanada de Derecho. Muchos autos
estacionados, camionetas de doble cabina, vehículos modernos. Cuando lo
detuvieron en ese mismo sitio todo era distinto. Apenas había un viejo auto
amarillo estacionado.
Desorientado,
le resulta difícil adecuarse a esa nueva faceta de San Marcos.
Avanza
por la acera hasta que ve la Facultad de Ciencias Sociales. Distintas imágenes
vienen a su mente al verla después de tanto tiempo. Estaba mirando hacia los
jardines de la facultad, quizá hacia la facultad de Economía, cuando se le
acercaron el Maestro Marx y Oswaldo. Julio Yupanqui retrocedió un paso para
saludarlos. Oswaldo también era de la base noventa, pero a diferencia de Julio,
quien era de la escuela de Historia, aquel había ingresado a Antropología. Se
conocían de saludo, hola compañero, chau compañero. No eran demasiado íntimos.
Al Maestro Marx nunca le había hablado, solo lo conocía porque en una clase
intervino durante cerca de diez minutos durante los cuales citó cada cinco
segundos al «maestro Marx», razón por la cual desde ese día se le conoció con
aquel mote. Nadie se lo decía directamente, nunca más lo vieron en las clases,
pero paseaba por ahí y los alumnos comentaban que ahí estaba el Maestro Marx,
sin que él mismo supiera que así le decían.
—Compañero
—Oswaldo dio un paso adelante y le tendió la mano invitándolo a cruzar un
apretón de manos—. ¿Por qué tan silencioso? ¿En qué piensa, compañero?
El
Maestro Marx no se acercó. Se ubicó al lado de Oswaldo, apoyó los codos en la
baranda y se dedicó a mirar hacia otro lado, como si con él no fuera la cosa.
—En nada,
compañero —Julio se cruzó de brazos—, estoy esperando la hora de la cena para
ir a Cangallo en el burro.
—Compañero,
tenía una pregunta —Oswaldo se enserió—. ¿Cuál es su línea?
Julio
Yupanqui se sumió en un silencio de desconcierto. Se preguntó para sus adentros
qué era eso de la línea.
—¿Mi
línea?
—Sí,
compañero, su línea.
Algo
impaciente el Maestro Marx se incorporó a la conversación, su voz era ronca, y
tenía un acento que Julio no pudo identificar. El Maestro Marx le dijo que lo
habían escuchado hablar en las clases. Era claro que Julio tenía una idea clara
respecto de la realidad nacional. Oswaldo comentó que quizá la había aprendido
en la academia preuniversitaria, eso no importaba mucho, lo que querían saber
era cuál línea seguía. Su línea ideológica, compañero, agregó el Maestro Marx.
Julio les
contó que él se preparó en su casa para el examen de admisión. No entró a
academia alguna, pero había conocido un poco de la realidad nacional, los
derechos de los trabajadores y la explotación, hablando con su tío Ricardo.
Había sido hacia 1980, cuando el tío había entrado a trabajar en El Diario de Marka. No era periodista, pero su
partido, Trinchera Roja, lo había asignado a hacer las veces de fotógrafo, cosa
que se apuró a hacer. Entonces Julio, que aún era muy pequeño, había salido a
pasear con el tío.
—Tío
—Julio dejó de asomarse por la ventana del ómnibus que lo llevaba al Centro de
Lima—, ¿por qué en estos barrios pitucos vive puro gringo?
En verdad
había querido preguntarle al tío por qué los tipos de cabello claro y piel
blanca eran pitucos y los cholos, como ellos, gente pobre. Quería saber si era
posible que ellos, los gringos, tuvieran mayor capacidad mental, si acaso ellos
eran inferiores, pero no se atrevió a formular su interrogante.
—Sobrino
—dijo el tío poniéndole una mano sobre el hombro y hablándole en voz baja como
para que nadie más oyera—. Ese es el resultado de la explotación, de siglos de
prejuicio. ¿Recuerdas todo lo que te han enseñado en el colegio sobre la
Independencia, los héroes y todo eso?
—Sí,
claro, tío —Julio respondió apurado—, lo recuerdo.
—Ya,
sobrino —el tío señaló hacia afuera—, todo eso no es sino una mentira. La
verdad es que este país lo hicieron los españoles americanos, los gringos que
tú dices. Nosotros, los hijos de los incas, nunca participamos, siempre nos
excluyeron, ellos se repartieron el dinero. Prueba de eso es que luego de la
Independencia todavía seguía pagándose el tributo indígena, maquillado con el
nombre de Contribuciones Indígenas, el movimiento proletario lucha por
reivindicarnos. Por eso soy izquierdista.
Julio
meditó unos instantes. A ciencia cierta esa era su única línea.
—¿Compañero,
no le gustaría venir a un grupo de estudios que tenemos? —el Maestro Marx
hablaba con firmeza—. Vamos a presentar unas obras de teatro, teatro del pueblo
y para el pueblo.
El tío
Ricardo añadió que otra de las mentiras que se enseñaban en las escuelas era
que los hombres del pueblo eran temerosos, tontos y traicioneros y que tan poco
inteligentes eran, que Pizarro, con un grupito de españoles, había destruido a
todo un imperio de indios asustadizos sin su inca.
—Hasta
dicen, sobrino —el tío movió la cabeza de un lado a otro en señal de negación—,
que Atahualpa era el único alto. Cuando yo estaba en la academia, preparándome
para San Marcos, aprendí que eso era mentira. Ese fue un invento de los
españoles. Para justificar sus robos. Decían que muerto el inca la gente no
sabía qué hacer. Éramos brutos, pues y ellos debían tomarnos a su cargo. ¿No
has visto los ejemplos que ponen en los libros del colegio como aportes de la
conquista?
Julio
repasó en su mente los ejemplos que ponían los libros escolares: el idioma, la
escritura, la religión, la rueda. El tío le dijo que el mundo prehispánico
había funcionado bien sin esas cosas y entonces él no entendía cuál era el
bendito aporte.
—Los incas
eran socialistas, sobrino —el tío asintió—, socialismo agrícola, pero
socialismo, por eso no había pobres en el imperio, y por eso los españoles y
oligarcas nos han mentido diciendo que éramos inútiles sin ellos.
—Claro,
compañeros —Julio sonrió— me encantaría asistir. Díganme dónde será la función
e iré.
—Será
mañana a las seis de la tarde en el auditorio de Letras, es el aula Uno A —el
Maestro Marx le mostró la palma de la mano en señal de despedida—. Trate de
llegar temprano, compañero. Contamos con su presencia.
—Allí
estaré —Julio se despidió de ellos y caminó en dirección al estadio.
¿Quiénes
eran ellos?, ¿sobre qué terreno estaba caminando? Julio dio una vuelta por los
alrededores del estadio caminando lentamente. Había viento y empezaba a hacer
frío. Miró las parejas sobre las bancas y a un grupo de estudiantes que jugaba
fútbol en la cancha. Avanzó con las manos metidas en los bolsillos del
pantalón. El morral artesanal colgado del hombro derecho. A su mente vino una
frase que había leído en algún lugar. «Las masas hacen la historia». ¿Qué
quería decir aquello? ¿Acaso tenía miedo?
Dio una
vuelta más, se dirigió a la puerta de la avenida Venezuela y tomó un ómnibus
que lo llevó a su casa.
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La fotografía es cortesía de esta página: San Marcos en los 80. Ahí mismo figuran los créditos del fotógrafo