Sierra eléctrica de carnicería |
La sierra eléctrica pasó veloz cortando todo a su paso.
Con el ruido que hacía la máquina no escuchamos el grito que debió de haber
dado el señor Hilario. Cuando volteamos vimos el terrible espectáculo, Dennys Hilario,
la manga del traje ensangrentado, trataba de recoger sus dedos regados entre los huesos de cerdo que había estado
cortando segundos antes. Se le veía tranquilo, parecía no darse cuenta de la
tragedia que estaba viviendo.
Fue en el tiempo en que entré a un supermercado a
trabajar en el área de carnes. Debo confesar que de una manera egoísta me sentí aliviado. Segundos antes la clienta me
había pedido que fuera yo quien cortase los dos kilos de huesos.
—Yo los corto —me dijo Hilario, casi empujándome—, tú
anda a subir lomo fino de la cámara.
No me quejé, entrar a la cámara frigorífica me parecía
una labor suicida, pero mucho más miedo me causaba usar la sierra eléctrica.
Los carniceros más antiguos que yo, decían que no usara la sierra porque se
notaba que me temblaba el pulso. Sí, allí yo era como el hermano menor de
todos.
Todo esto me resultaba curioso porque unos años antes tuve la idea de crear un personaje medianamente intelectual que un
día enloquecía y terminaba haciéndolas de obrero para aprender la vida del
hombre real. Era aquella una historia algo simple, un estudiante de
antropología, seguidor del punk rock, que un día se acomplejaba porque
descubría que sus manos parecían las de una señorita junto a las de los
obreros, entonces el infeliz tenía la ocurrencia de dejar de teorizar sobre la
vida de los proletarios desde una posición —digámoslo así— privilegiada, y se
retiraba de la universidad con el fin de unirse a los jornaleros de una
fábrica.
Aunque el sujeto en cuestión
no era el héroe de la historia —ni siquiera era un personaje secundario, pues
su vida era solo una diminuta anécdota relatada por el personaje principal—, lo
cierto era que me gustaba mucho la idea de un teórico de la lucha de clases que
terminaba sus días tratando de parecerse a su objeto de estudio.
La verdad es que la idea —que
dicho sea de paso, luego supe, no tenía nada de original— se me ocurrió un día
en que viajaba rodeado de obreros y sentí vergüenza de mis manos de
universitario, flacuchas y delicadas en comparación con las de los trabajadores,
enormes y callosas.
Entonces yo estudiaba Historia en San Marcos y no podía imaginar que unos años después el destino
me convertiría en uno de mis personajes, y que cerca de los cuarenta años
acabaría siendo ese subte que luchaba por adaptarse a la vida de sus hermanos
obreros. Sí, fue antes de cumplir los cuarenta años, cuando tuve que trabajar
en un supermercado, cargando toneladas de kilos de carne de cerdo, parado ocho
horas sin poder sentarme un instante, cortando con cuchillo, e incluso con la
temible sierra. Sea como fuere, lo cierto fue que esa situación me permitió
saber qué había más allá de mi simple idea del subte que se asimila a sus
hermanos obreros.
Para empezar debe uno saber
que los hermanos obreros son tipos realmente fuertes, y que esas manotas no son
una gracia. Producto de la explotación y el trabajo constante, los hermanos
obreros eran capaces de levantar pesos que yo, a riesgo de herniarme, levantaba
por puro coraje y búsqueda de dignidad. Pronto comprendí que mi vida de andar
pensando el mundo era un terrible inconveniente para estar en el mundo, y era
así que tenía que soportar que los hermanos obreros me dijeran cada cinco
minutos que tenía que ser más rápido. Sí, yo era el hermanos menor, el
calichín, un tipo lento y debilucho que los hermanos obreros miraban con
desdén, como esperando ver el momento en que tirara la toalla o alguien la
lanzara por mí. Lo que no sabían era que a cada instante me acompañaban como
premio consuelo, los versos de El Albatros de Baudelaire, y me decía para mis
adentros algo que ni yo mismo me creía, que mis alas de gigante me impedían caminar.
Sea como fuere, lo cierto era
que allí yo era un pigmeo, un vil liliputiense, una nada. Tan solo en la
primera semana descubrí con qué facilidad se rompen las venas de los dedos para
formar hematomas internos, que el dolor muscular puede llegar a ser un
verdadero calvario y que las ampollas de los pies pueden reventar sin que uno
siquiera se dé cuenta. Entonces, mientras cargaba esos pesos descomunales y me
divertía creando interminables insultos mentales contra mis hermanos obreros
—especialmente cuando me venían con la insoportable cantaleta de «apúrate»—,
empecé a descubrir cómo habría sido de la vida de mi personaje, el pobre subte
al que condené a una vida miserable.
Alguna vez me dijo mi padre que no escribiera, que no
soñara con ser escritor, porque terminaría frustrado. Aquello me lo dijo
aquejado por el cáncer y antes de intentar eliminar en el fuego todos sus escritos, que
alguna vez —como ahora los míos— llenaron espacios de su vida con pedacitos de
ilusión en los que, imagino, él podía al fin salir adelante haciendo aquello
que tanto le gustaba.
Vanas ilusiones.
He estado escribiendo a escondidas cada vez que puedo, y
siempre lo hago porque no puedo dejar de hacerlo —eliminar mis archivos será
más fácil ahora que son creados en una computadora y no en cientos de hojas,
como hacía mi padre— y porque a veces creo que es un karma con el cual debo
cargar por haber sido un niño medio atormentado que se escondía a contarse
historias cuando sentía que nadie lo quería, ese mundo era mejor, allí yo era
alguien y la gente me valoraba. Sí, pues, sigo jugando al mismo juego ya de
adulto.
Resulta curioso que a veces alguien me diga que es un don
el sentarse como loco a escribir cosas que probablemente nadie lea, yo lo
considero más un castigo con el cual debo cargar. Sí, he llegado a ser lo que
me dijo el balazo al oído, un adulto frustrado, un perfecto inútil en el mundo
—como ese albatros del que tanto me acuerdo—, un pobre diablo que se escapa de
la realidad todas las noches desvelándose por escribir cosas igual de inútiles
que él. Sí, y cuando espero que nunca tenga que decirle a alguno de mis
hijos que no quiera ser escritor, volteo a ver hacia atrás, convertido en una
estatua de sal, y me da una pena enorme por no haber abrazado a mi padre cuando
me lo dijo, porque es triste pensar lo que yo ahora pienso, que no quiero que
mis hijos sean como yo y no hay quien te tienda un brazo amigo.
¿Algo más? Hace unos días le vendí medio kilo de cerdo a
mi antiguo profesor de la universidad con el que me gustaba hablar de
cuestiones antropológicas. Menos mal que no me reconoció.
Pero si mi vida tras abandonar la universidad ha sido
trágica, no mucho mejor fue la de Hilario, un par de horas después de que él se
mutilara los dedos llegó el dueño de la tienda a revisar cómo se vende la
mercadería.
Si hubiera estado allí Hilario, habría corrido como un
ratón a saludarlo, agachadito, sumiso y sonriente como una mascota obediente y
asustada.
—Hagan bien eso —solía decirnos cada vez que había que
envolver algún trabajo—, que es para el señor Donny.
Hilario alguna vez me contó que conocía al señor Donny de
toda la vida, que había empezado trabajando para él como carnicero y ahora en
el supermercado nuevo ya era el jefe de área.
—El señor Donny es una excelente persona —agregó— y no lo
digo solo porque nuestros nombres se parecen.
Sí, Hilario realmente estimaba al señor Donny, y todos lo
sabíamos, quizá por eso, aquella vez, mientras el señor Donny se paseaba por la
tienda, el jefe de Tienda se acercó y le habló bajito enfrente de mí, le dijo
que había ocurrido un accidente, y que Hilario se había volado tres dedos. El
señor Donny hizo un silencio de fracciones de segundo, negó con la cabeza y
habló como pensando consigo mismo:
—Viejo de mierda.
Esa tarde supe por qué los otros carniceros lo llamaban: Donny. don-hijo de puta.
No podía ser de otra manera, terminé abandonando el
barco. Mi frágil remedo de cuerpo no aguantaba el trajín y opté por dar un paso
al costado. Sí, apenas duré dos meses, pero fueron intensos y llenos de
aprendizajes (en los campos de concentración también se aprendía, me decía mi buen amigo José Carlos Agüero). En todas mis alucinaciones anteriores calculé que dejar ese
trabajo sería el momento más feliz de mi vida, y que sencillamente el subte de
las manos callosas mandaría a todos al carajo, pero no ha sido así. Antes de
retirarme he sentido un gran pesar por los muchachos que siguen en ese lugar. El
jefe de área de la mañana, con una letra de trazo tan enclenque como mi enjuto
cuerpo, me firmó la carta de renuncia escribiendo su nombre:
Angel Quispe.
Realmente vi en su rostro un cierto pesar, y desde el
otro lado de la valla comprendí un poco lo que había querido saber mi personaje.
No pude ser como ellos, pero esta experiencia me ha hecho quererlos más. Recién
entiendo, como mi personaje subte, qué significa el no haber tenido
oportunidades jamás. No sé si me explico bien, no siento pena de dejar ese
trabajo, la siento por ellos que no pueden hacerlo —aunque quizá no sean
conscientes de su situación, porque a los patrones no les conviene que se sepa
en qué consiste la explotación—, y deben someter sus cuerpos a tareas
enormes que producen riesgos de lesiones incorregibles, arriesgando su
integridad física con la sierra eléctrica, cargando pesos similares a los de
sus propios cuerpos día a día.
Esa mañana les dije adiós de mis hermanos obreros con una
certeza; el señor Donny no me extrañaría, a lo sumo me despediría con una
palabrota.